Probablemente buena parte de los lectores se brincó estos párrafos para buscar el lugar que ocupó el fenómeno Roma (2018) en mi lista. No los ataco. Suelo hacer algo similar al saltarme las introducciones para ver las preferencias de otros críticos y, normalmente, pelearme con ellas. Decepcionados o incluso molestos por no ver Roma en la lista, debo una explicación. Respeto mucho la nueva película de Alfonso Cuarón. La respeto tanto como a First Reformed (2018), de Paul Schrader; Nuestro tiempo, de Carlos Reygadas; Mandy (2018), de Panos Cosmatos; En la playa sola de noche (Bamui haebyun-eoseo honja, 2017) y La cámara de Claire (La caméra de Claire, 2017), ambas de Hong Sang-soo, o incluso Coincoin et les z’inhumains (2018), la nueva serie —¿película en partes?— de Bruno Dumont, uno de mis directores favoritos. Todas me parecen películas que combinan elementos magníficos con otros que no lo son tanto.

Dumont, por ejemplo, hace una secuela más anecdótica e incluso boba que su obra maestra, El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014). Hong, mientras tanto, repite la fórmula usual en películas también anecdóticas y también bobas —En la playa sola de noche menos que La cámara de Claire—. Apenas reparo en que puedo decir lo mismo de casi todas: Schrader parece querer “reformar” su guión de Taxi Driver (1976) pero termina en una redención forzada y Mandy parece original pero no es más que una película de género que sigue los patrones usuales y la coloración ya típica de Nicolas Winding Refn. En el caso de Roma —me di cuenta la segunda vez que la vi— el problema es su intención misma: la nostalgia, que le impide explorar la memoria como la inevitable distorsión de la realidad que es, y más bien busca entronizarla como una afectuosa herramienta para ver el pasado que morirá con nosotros. Esto no es malo en sí, pero me parece simple. Otro elemento que no me satisface del todo es la saturación: en una sola escena vemos una masacre estudiantil, un reencuentro amoroso, una amenaza de muerte y la ruptura de fuente de la protagonista. Otras coincidencias están presentes a lo largo de toda la película. La música, por otra parte, no explora las canciones que pudieron haber aparecido en la radio fortuitamente sino las que activan la memoria del público: temas de Juan Gabriel y José José. A diferencia de las películas de Martin Scorsese o Quentin Tarantino, que suelen recordar otras épocas con temas raros u olvidados, Roma busca lo popular, un término despreciado en lo político pero tolerado en el cine. Finalmente, aunque la cinta es crítica hacia la desigualdad, parece resolverla con un abrazo. Carlos Reygadas me pareció más audaz al intentar resolverla con sexo —y demostrando su fracaso— en Batalla en el cielo (2004). Su película de este año, Nuestro tiempo, carece del riesgo que lo hizo fracasar entonces; en varios sentidos Nuestro tiempo es más convencional que el resto de su obra y además termina objetificando a la víctima de su despreciable protagonista, pero es un filme, las más de las veces, asombroso.

Como suelo explicarlo —una vez esclarecidas las omisiones, que bien deberían entrar a una lista de las siguientes diez mejores películas del año, a mi gusto—, esta lista aspira a recoger lo desafiante. Y encima, lo desafiante que me parece excelente. Por supuesto, no es una lista definitiva y probablemente tampoco sea importante, pero refleja mis preferencias como crítico. Las siguientes diez son películas que me gustaría que se discutieran por muchos años más, pero por supuesto la historia del cine no la hago yo sino el consenso. Ya veremos cuántas sobreviven. Como siempre, prefiero el orden alfabético ante la magnificencia de todas.

Arabia (Arábia, 2017), de João Dumans y Affonso Uchoa

Poco vista pero muy comentada entre la crítica internacional, esta película brasileña toma forma lentamente. Lo que comienza como la historia de un muchacho, termina siendo la historia de otro, que además podría ser una premonición del primero. Cuento de la miseria que no aspira a lamentar la vida obrera sino a atacarla, este filme nos muestra cómo el trabajo en sociedades como las nuestras no ennoblece: empequeñece. La gran aventura de lo humano se reduce a una rutina insoportable que culmina, inevitablemente, en la muerte. Es un filme necesario y grandilocuente.

Burning (Beoning, 2018), de Lee Chang-dong

El maestro surcoreano crea con su adaptación de un cuento de Haruki Murakami una de las películas más misteriosas y vastas del año. Burning no busca hablar de las relaciones de poder, ya sea eróticas o de clase, mediante un estilo didáctico o claro. Al contrario, es mediante las omisiones que este filme nos sugiere sus ideas para que las completemos nosotros en al duda y la discusión. “¿Por qué desaparece la muchacha?” es una pregunta que lleva dentro muchas otras y en ello nos dice demasiado sobre la convivencia y el amor.

El hilo fantasma (Phantom Thread, 2017), de Paul Thomas Anderson

Quizá desde Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), de Rainer Werner Fassbinder, no se exploraban con una virulencia tan sutil las relaciones amorosas. El estadounidense Paul Thomas Anderson ve el amor como un conflicto por el poder sobre el ser amado y nos entrega una polémica más poderosa que las provocaciones sosa en contra de #MeToo. El hilo fantasma es una imagen compleja de hombres y mujeres luchando por dominarse y creando, bajo la rabia de la venganza, la institución más cuestionable de la historia: el matrimonio. No por nada Anderson sitúa su película en la posguerra. Su intención, en apariencia, es mostrar el origen inmediato de nuestro desastre social.

El proyecto Florida (2017), de Sean Baker

Es fácil ver la pobreza desde la altura económica y moral de la clase media alta —a partir de la cual suelen venir los cineastas— pero el estadounidense Sean Baker es uno de pocos contemporáneos —junto con Andrea Arnold— que pueden mirar la miseria desde sí misma: no como un continuo de desgracias y sordidez sino como una cotidianidad donde se hace lo posible no por vivir bien sino por sobrevivir. La vida de los pobres es, incuestionablemente, una vida dura, pero no es una tragedia perenne como se suele vender desde la pornomiseria. El proyecto Florida desafía la visión escandalosa mediante la mirada inocente de una niña que no sólo es capaz del asombro sino de aquello que se ha perdido en el debate público: humanizar.

Ex Libris (2017), de Frederick Wiseman

Quizá se podría decir lo mismo de todos los documentales de Wiseman pero Ex Libris es la imagen vasta y dinámica de una sociedad democrática en el plano ideal, pero desigual y acaso desastrosa en sus sectores desfavorecidos. Al observar la Biblioteca Pública de Nueva York y sus brazos que se extienden hacia Harlem, el gran documentalista estadounidense nos muestra las distinciones entre vivir en el rico centro de Manhattan y en la periferia marginal. Al mismo tiempo celebra a los promotores culturales mientras hacen lo posible por garantizar el acceso universal, incluso a pesar del clasismo de los usuarios. Ex Libris, mejor que la mayoría de las películas industriales estadounidenses, nos muestra los grandes valores de la nación cumpliéndose a veces y otras no en un tiempo de crisis que no aparece de manera manifiesta pero que inevitablemente afecta la interpretación de la película.

Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018), de Alice Rohrwacher

En nuestro mundo cada vez más escéptico es inusual que sobreviva la tradición cinematográfica de representar lo divino, sin embargo no sólo vive en Lazzaro feliz sino que además llega a uno de sus mayores puntos al recopilar muchos de los anteriores. Con aparentes vínculos a las obras de Rossellini, Dreyer y Bresson, el más reciente filme de la italiana Alice Rohrwacher nos entrega la imagen de un santo conmovedor y aparentemente conmovido siempre por la vastedad del mundo. Misteriosa, a la vez que crítica de nuestro tiempo, Lazzaro feliz me parece una obra indispensable y fascinante en nuestra siempre fallida búsqueda por la claridad.

Sorry to Bother You (2018), de Boots Riley

Spike Lee volvió a las grandes ligas con El infiltrado del Kkklan (BlackKklansman, 2018), ni dudarlo, pero aunque su película es un buen esfuerzo de militancia cinematográfica en contra de Donald Trump y sus seguidores, a veces se hace más bien anecdótica y pierde su lugar como la cinta revolucionaria estadounidense del año. El lugar lo ocupa, en mi opinión, una farsa demencial cuyos agudos chistes reflejan una enorme inteligencia ante el problema de la opresión en Estados Unidos y el mundo. Dirigida por el músico y activista Boots Riley, Sorry to Bother You es un llamado a las armas, plenamente millennial en sus colores neón y su humor absurdo pero sobre todo en su capacidad de discutir temas como el racismo, el ascenso de clase, el consumo ético y la impiedad corporativa.

¿Te has preguntado quién disparó? (Did You Wonder Who Fired the Gun?), de Travis Wilkerson

Spike Lee y Boots Riley hicieron sus películas sobre el tema racial desde la perspectiva afro-estadounidense pero quizá lo singular de Travis Wilkerson no sólo es que se trata de un cineasta blanco que empieza un espeluznante ensayo con su rechazo a Atticus Finch y la visión idealizada de Harper Lee sobre un abogado blanco y bueno en el sur de Estados Unidos. Lo verdaderamente único de la perspectiva de Wilkerson es que él es nieto de un hombre no sólo racista, sino además criminal. El viaje del director es quizás el que deberían emprender los Estados Unidos blancos, anglosajones y protestantes para recordar la violencia en la que se fundamentan sus libertades. Pero, claro, ante todo hablamos de una película y Wilkerson demuestra un empleo formidable del lenguaje fílmico, ya sea en el color rojo o el silencio de un viaje en carretera para expresar la desolación de sus descubrimientos.

Verano 1993 (Estiu, 1993), de Carla Simón

En apariencia, esta película no es formalmente muy original. Su estilo es naturalista y sin adornos pero pronto vemos el inmenso talento de Carla Simón en su capacidad para dirigir a un par de niñas y de captar la ira guardada de una de ellas, que acaba de perderlo todo ante la azarosa muerte de sus padres. A lo largo del metraje descubriremos por qué se ha quedado sola la protagonista y también el estigma social que conlleva. La directora catalana crea una película de sutiles destellos que nos aclaran sus temas, sus ideas y la vida interior de una niña enojada. Todo con una destreza similar a la de Carlos Saura en la inolvidable Cría cuervos… (1976).

Zama (2017), de Lucrecia Martel

La más reciente película de la maestra del cine argentino contemporáneo —y mundial, claro— me parece un inquietante, y, al final, conmovedor retrato sobre la espera de un hombre impotente. Incapaz de alterar su destino, el protagonista es idéntico a todos nosotros: la vida le pasa encima. En su forma, Zama resulta menos frustrante que otros filmes de Martel porque tiene un pensamiento expresado con más claridad, quizá por basarse en la novela de Antonio di Benedetto. Sin embargo, esta renuencia al misterio de ninguna manera es total y en sus breves pero contundentes discusiones sobre el dominio colonial embona perfecto con La ciénaga (2001) y La mujer sin cabeza (2008). Por encima de todo, la película cuenta con la participación de una alucinante y simpática llama.

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