Recuerdo cuando llevé a una pobre víctima a ver Un hombre serio (A Serious Man, 2009). Lo que para mí fue una genial fábula sobre la absurda búsqueda de respuestas en lo divino, para mi víctima fue una tortura subrayada por mis carcajadas. El humor de los hermanos Joel y Ethan Coen —no sobra aclararlo— es siempre un intento de incomodar a la audiencia y de complacer a los maliciosos. En sus películas los hermanos se ríen, como todos, de la desgracia, pero hay una enorme distancia entre resbalarse con una cáscara de plátano y ser cruelmente mutilado. Irónicamente, en el caso de Un hombre serio lo mocho es la fe de un hombre; en su última película, La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018), cuerpo y alma sufren igual en historias donde la muerte inspira la risa pero también el silencio.

Concebida como una colección de cuentos de vaqueros —uno de ellos inspirado en la obra del escritor de aventuras Jack London—, La balada… es un regreso al western que tanto parecen amar los Coen, considerando que renovaron el género con Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) y que honraron su estilo clásico en Temple de acero (True Grit, 2010). Las seis historias ofrecen una extraña variedad de tonos y referencias pero están unidas siempre por un inmenso amor por los cineastas que precedieron a los Coen. La primera historia, que da título a la película, pareciera referirse con su protagonista vestido de blanco a los westerns de bonachones como William S. Hart y Tom Mix, mientras que la siguiente abre con un plano que imita las composiciones típicas en la filmografía de Sergio Leone. Un hombre se ubica a la izquierda del cuadro, de espaldas hacia nosotros, mientras mira un pequeño edificio en medio de la nada, en el centro de la imagen. El silencio se corta en interrupciones rítmicas provocadas por una cubeta que mece el viento sobre un pozo. Uno no puede sino acordarse de Érase una vez en el oeste (C’era una volta il West, 1968).

Sin embargo sería una simplificación decir que La balada… es un homenaje a varias encarnaciones del western. Si bien Buster Scruggs (Tim Blake Nelson) parece un encantador forajido que canta y toca la guitarra a caballo, o que más adelante exige modales sin exasperarse ni insultar a nadie, las masacres que lleva a cabo nos dicen mucho de él: más que una farsa, este hombre es un mito. Si entre los años 60 y 70 el western comenzó a representar la historia de los vaqueros como una invasión, fue porque Vietnam despertó en la consciencia colectiva la culpa del colonizador. Hasta entonces los forajidos eran hombres de honor que buscaban defender a la gente buena de los Estados Unidos con el instrumento más divino que había conocido la nación: el revólver. En un tiempo cuando la historiografía se orienta a desmitificar estas idealizaciones, la historia de Buster es una parodia necesaria. Ahí entra el mórbido sentido del humor de los Coen, que a través de violencia explícita espera contradecir las expectativas de una pulcra narración del bien contra el mal y nos muestra al vaquero blanco regando sangre, perforando cráneos, despedazando manos.

Las demás historias también aspiran a ese sentido de sorpresa pero sobre todo de incomodidad. Unas lo hacen a partir de la burla, mientras que otras adoptan un tono más melancólico que despinta los colores del mito estadounidense y nos muestra un pasado violento que se orienta a la desilusión. Me parece que hay en este filme un objetivo similar al de la anterior sátira de los Coen, ¡Salve César! (Hail, Caesar!, 2016), donde recordaron el Hollywood con el que crecieron, al mismo tiempo que lo desvestían a la vista de todos. También debo decir que ambas películas padecen de un problema de saturación. En el caso de La balada… es perceptible en la variedad de las historias, que, aunque individualmente todas tienen sus logros, juntas dan la impresión de disparidad. Unas —sobre todo la última— parecen profundas exploraciones temáticas, mientras que otras tienden más a lo anecdótico. El humor está ausente en algunas. Sin embargo todas comparten la intención de representar el Viejo Oeste como un lugar donde la muerte fue una epidemia imparable. Los creyentes del vaquero honorable se sentirán confrontados pero es en ese choque donde se producen la catarsis y el cambio.

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