Esta semana se canceló el estreno de Godard, amor mío (Le redoutable, 2017), del director francés Michel Hazanavicius. Considerando que se trataba de la opción más interesante en cartelera, sólo me queda rescatar un filme de la semana anterior del cual me hubiera gustado escribir a tiempo: Happy End (2017), de Michael Haneke. No es la mayor película del maestro austriaco, que ha pasado por una racha extraña desde 2009: El listón blanco (Das weiße Band - Eine deutsche Kindergeschichte, 2009) y Amor (Amour, 2012) ganaron la Palma de Oro en el Festival de Cannes, pero en mi opinión no se acercan a la grandeza de los primeros largometrajes de Haneke o de los que protagonizó Juliette Binoche. Happy End me parece una mejor película que sus predecesoras y, sobre todo, me da la impresión de rescatar los elementos más singulares en el estilo de su director. La puerta que queda abierta es ambigua pero promete que su siguiente proyecto, una serie de diez partes en inglés, será al menos ampliamente reconocible como un filme de Haneke.

La imagen de video, tan importante para el Haneke de los años 90 y 2000, estuvo ausente de El listón blanco y Amor. En el primer caso, porque la historia se situaba a principios del siglo XX; en el segundo, porque no había cómo introducirla en la historia de una pareja de ancianos que intenta sobrevivir a la decadencia del cuerpo y de una moral que los ve como estorbos. Las primeras imágenes de Happy End regresan el video a su lugar en la filmografía de Haneke: el de un perverso instrumento de contemplación. Mediante Snapchat, Eve (Fantine Harduin), la más pequeña integrante de la familia Laurent, observa a los demás y narra en mensajes sus acciones. Nunca sabemos a quién se dirige porque nadie le contesta. Está sola como de alguna manera lo están todos aunque se encuentren juntos. Los Laurent son una familia perversa, documentada por un vástago que promete convertirse en una de ellos cuando observa el efecto de unas píldoras en su mascota. En otra escena vemos un deslave en una construcción, que hiere gravemente a uno de los obreros. El video es, en estas escenas, la presencia de la muerte y la negligencia, documentadas para la posteridad como evidencias de una burguesía sádica.

Es en la insistencia de este último punto que Haneke parece exagerar o tal vez crear una sátira tan apegada a su frío estilo que no sabe hacernos reír. La trama habla de un patriarca demente y suicida; de su hija, la heredera de la empresa familiar a punto de casarse y sin demasiado aprecio por las vidas de los otros; del hijo de ella, un adicto con una facilidad asombrosa para complicar las cosas; del tío de él, un médico sin emociones que recibe con apenas cierto gusto a su primogénita y a su nuevo hijo, y por supuesto de ella, la pequeña cineasta de la muerte. La primera vez que vi la película me pareció demasiado; la segunda, un esfuerzo humorístico, aunque no del todo exitoso. Luis Buñuel, por ejemplo, dibujó en El ángel exterminador (1962) y El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) unos personajes tan ridículos en situaciones tan absurdas que sus desventuras resultaban graciosas. En su filme Haneke resalta al mismo tiempo el patetismo y la burla, así que humaniza al tiempo que degrada, por no mencionar que sus planos largos e inmóviles no ayudan a construir un ambiente de humor.

Irónicamente, la que posiblemente sea la mejor escena de la película es una toma de un par de minutos que nos muestra la degradación del joven Laurent. Pierre (Franz Rogowski) canta “Chandelier”, de Sia en un karaoke. Está un poco borracho pero mantiene la compostura hasta que comienza a imitar los movimientos del video musical de la canción. La gracia de la bailarina y la fluidez de los movimientos de cámara en el video contrastan de manera notable con la parquedad de Haneke y la torpeza de Pierre para moverse. Esto nos dice mucho del choque entre las ilusiones de un joven bruto atrapado por las exigencias de su mundo y una realidad donde su intento de liberarse es un patético espectáculo. ¿Reírse o compadecerlo? Haneke pone a prueba al espectador como el moralista que siempre ha sido: castigándonos con nuestros deseos. ¿Quieren emoción, quieren violencia, quieren humor? Ahí lo tienen. Disfrutarlos sería un atrevimiento.

Por supuesto, el moralismo y el video no serían suficientes para componer una película de Haneke. Aunque no se perdió del todo en sus últimos dos filmes su estilo narrativo como de rompecabezas está de vuelta y aprovecha su enorme elenco para funcionar de manera más natural. Si antes Haneke mostró fragmentos de las historias que los espectadores debían completar, en Happy End son los personajes a quienes debemos conectar para entender la demencial unidad de los Laurent. ¿Quién escribe los inquietantes mensajes eróticos en Facebook, quién recibe a Pierre con un puñetazo, qué le pasó a la madre de Eve? Al descubrir el carácter de cada uno entenderemos sus responsabilidades y sentiremos, acaso, la culpa de mirarlos.

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