No me cansa la historia del Nuevo Hollywood. En medio de los grandes cambios culturales de los 60, los grandes estudios descubrieron el auge de un nuevo público: los jóvenes. El empleo de medio tiempo, resultado del boom económico de la posguerra, los convirtió en consumidores que necesitaban un nicho de mercado que reflejara sus vidas, sus posturas. Así crecieron las industrias discográfica, de la moda y, por supuesto, una parte de la cinematográfica. La revolución se convirtió rápidamente en comodidad pero desde la pantalla cineastas como Dennis Hopper, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Hal Ashby y George Lucas cambiarían el cine mundial en muchos sentidos. Hoy Hollywood ha intentado torpemente algo similar: extraer directores del medio independiente e internacional para mejorar sus productos. Lo único que ha logrado es devastar sus carreras. Ya sea en el fiasco de Josh Trank y su versión de Los Cuatro Fantásticos, o convirtiendo a Colin Trevorrow en un pobre remedo de Spielberg, en años recientes Hollywood ha usado a talentosos directores independientes para proyectos enormes en los que se impone la voluntad de los productores.

Desobediencia (Disiobedience, 2017) podría no parecer otra película derivada de esta tendencia. No se ve orientada al mercado masivo, no la produce solamente una compañía estadounidense —incluso se puede decir que es más bien británica— y se acerca a los temas ya típicos del director chileno Sebastián Lelio: la feminidad y su desesperada búsqueda por la libertad en un sistema social heteronormativo y misógino. Sin embargo no noto en ella el ingenio visual o la originalidad dramática que hicieron de Gloria (2013) y Una mujer fantástica (2017) películas moralmente loables y estéticamente valiosas. Al contrario, en muchos sentidos Desobediencia, la primera película en inglés de Lelio, es bastante parca. Mi teoría, dadas las circunstancias, es que en el fondo sí se trata de una película con aspiraciones a un público vasto —no por nada estelarizan Rachel Weisz y Rachel McAdams— y a premios estadounidenses. Para alcanzar todo eso hay que reducir el riesgo con un melodrama básico, manipulador, y una estética que no cuestione la realidad de lo que se ve.

Por supuesto que hay otra teoría válida: la parquedad del estilo en esta película responde a su trama y su ambiente. Cuando muere un respetado rabino en una hermética comunidad judía en Inglaterra, su única hija, Ronit (Weisz), es notificada y decide ir al funeral de su padre. La sola presencia de esta fotógrafa exitosa, neoyorquina por decisión, impone una especie de sombra en las exequias, pero eso no significa que este mundo fuera en absoluto colorido antes de que llegara Ronit. El contraste entre blanco y negro abunda en la película para expresar el clima represivo, de manera similar a como Nicholas Ray vistió a los puritanos en Johnny Guitar (1954). Sin embargo la visita pronto le abre la paleta de colores a una persona, Esti (McAdams), que anhelaba ver de nuevo a Ronit: la primera y única mujer que la ha besado. Esti, desafortunadamente, está casada con Dovid (Alessandro Nivola), el sucesor del padre de Ronit.

La sola historia promete el melodrama que advertí pero un cineasta como Lelio pudo haberlo evadido. No lo hizo. Hacia el desenlace predominan los inevitables gritos pero también algo peor: los discursos y los giros de tuerca innecesarios que sirven solamente para emocionar a los espectadores acostumbrados al cine comercial. Además, en ningún momento Lelio usa sus dotes visionarias que nos dieron imágenes memorables como aquella de Daniela Vega suspendida en una borrasca que simula sus dificultades. El estilo de Lelio en Desobediencia no es por eso malo —no lo es— pero sí resulta menos creativo en comparación. Uno extraña al director de fotografía Benjamín Echazarreta, que trabajó con Lelio en sus dos películas anteriores.

A pesar de todo Desobediencia se beneficia de sus tres protagonistas. Weisz, que interpreta a la desobediente Ronit, gesticula de manera más amplia que los demás. Cuando llega al funeral de su padre el rígido Dovid le dice que no la esperaban y el rostro de Weisz se contorsiona de tal manera que comunica un dolor genuino de no ser ya nada para nadie ahí. McAdams también es brillante al representar el conflicto interno de Esti, mientras los caballos de la tradición y la libertad tiran de extremos opuestos de ella. Su duda podría ser su libertad pero también es su tortura cotidiana. Nivola es mucho más que un estricto aspirante a rabino: es un hombre decente que cree estar haciendo lo correcto pero no es más que otra víctima del fanatismo. Su interpretación matiza la obvia moralización de Lelio, que no por resultarme afín deja de ser didáctica. En Desobediencia es obvio qué está bien y qué está mal pero lo más inquietante es la ausencia de la magia. Antes las mujeres de Lelio parecían flotar mientras se olvidaban de la física. Hoy solamente están, cuando logran acompañarse, un poco menos tristes.

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