En el documental Me amarán cuando esté muerto (They’ll Love Me When I’m Dead, 2018), de Morgan Neville, Orson Welles aparece en un junket inusual para nuestros tiempos. En lo que parece un lujoso hotel lo rodea un grupo de reporteros —todos de pie— mientras él se defiende de sus preguntas con encanto y una dicción shakespeariana. Su próxima película, les anuncia, se lanzará a la búsqueda de accidentes divinos, uno tras otro, mientras combina elementos de ficción y cine documental. Welles remata diciendo que algo así nunca se ha hecho antes. Sin embargo, como muchas cosas que decía el gran director, esta es una exageración. Al otro lado del viento (The Other Side of the Wind, 2018) tiene una edición psicodélica muy similar a la de Cabeza (Head, 1968), de Bob Rafelson, y Busco mi destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper, donde los cortes se suceden con velocidad y componen tramas opacas que parecen aludir a un sentido pero prefieren guardárselo. Su efecto aturde, quizá tanto como el de una película similar a Al otro lado del viento: 8 1/2 (Otto e mezo, 1963), de Federico Fellini, donde la multitud de voces, la música y los espacios infestados de admiradores aprietan a un cineasta hasta reventarlo.

En cuanto a la mezcla de documental y ficción, Welles no hizo nada que superara a Jean Rouch o William Greaves, y la película dentro de su película, aunque es más larga que la de Jean-Luc Godard en El desprecio (Le mépris, 1963), no es una novedad. Welles no fue un inventor cinematográfico, pero sí era un artista brillante que combinó las innovaciones radicales de otros para crear una obra desafiante en su realización y sus temas. De haberse estrenado en los 70, Al otro lado del viento habría sido una película fundamental porque se inscribía en la corriente del Nuevo Hollywood al mismo tiempo que la parodiaba. Quizás incluso habría sido controvertida porque se trata del ataque de un viejo maestro hacia todo: el Hollywood de antes y de los jóvenes, la crítica, los académicos, el cine europeo, los ejecutivos, pero sobre todo el propio Welles.

En 2018, cuando apenas se estrena, la película sigue siendo importante pero de manera más melancólica: es el testamento deforme de un genio solitario. Como muchos otros proyectos de Welles, la cinta quedó inacabada por falta de recursos y, en esta última encarnación, es sólo un atisbo de lo que su director tenía en mente. El jazz incesante de Michel Legrand, por ejemplo, no fue idea de Welles, y quizás acerca la película a Fellini más de lo que el maestro estadounidense hubiera querido. Entre la edición y los constantes paros en la producción se construye una historia que al avanzar parece replantearse sus ideas. La sátira se convierte en una melancólica introspección que abre paso a la autocrítica del machismo. El tono, por supuesto, cambia de acuerdo con cada tema y termina dando una impresión de desorden, pero, como lo adelantaba antes, no es la única cinta del periodo en hacerlo. Tal vez por azar Al otro lado del viento es un vívido reflejo de su época. Los accidentes divinos de Welles le dan tanto como le quitan, y eso hace de la película un hermoso desastre.

En su sentido más esencial, Al otro lado del viento narra una fiesta en casa de Jake Hannaford (John Huston), un director que parece reunir en sí a Ernest Hemingway, Elia Kazan, Sam Peckinpah y, de manera más obvia, al propio Welles. Hannaford ha vuelto de su exilio en Europa para hacer una película en Hollywood con su descubrimiento, el actor John Dale (Robert Random), y una actriz misteriosa interpretada por Oja Kodar. Durante la fiesta Hannaford intenta proyectar su filme, también llamado Al otro lado del viento, que es una despiadada parodia de Zabriskie Point (1970), de Michelangelo Antonioni. Sin embargo alguien parece sabotear la electricidad y, mientras los técnicos la recuperan, Hannaford despliega su ingenio defendiéndose de sus detractores, arropándose con sus admiradores y, sobre todo, ocultándose en exageraciones y mentiras. ¿Qué esconde Hannaford? Quizás el homoerotismo en su relación con Dale o la naturaleza genuina de su vínculo paternal con Brooks Otterlake, su discípulo basado en Peter Bogdanovich e interpretado por el joven director. Welles no nos da un argumento con su historia, y mucho menos respuestas. En Me amarán cuando esté muerto algunos actores admiten no haber entendido algunos de sus diálogos porque parecen escritos en un código que se rehusa al entendimiento. Catarsis silenciosa.

En lo técnico resaltan el director de fotografía Gary Graver, junto con Welles y Bob Murawski, que editaron la película en épocas distintas. Para Al otro lado del viento se filmaron más de 100 horas en 8 mm, 16 mm y 35 mm que resaltan la demencia de este circo hollywoodense, al tiempo que le dan cierta autenticidad. La cantidad de material enajenó durante años a otros directores a quienes se les ofreció terminar la cinta, pero Murawski logra darle una continuidad a las —digo lo siguiente en el mejor sentido— incoherentes imágenes de Welles.

Quizá lo que vemos ahora no es lo que Welles vio en su mente pero al menos es un rescate de lo que pudo ser. No puedo imaginar un resultado muy distinto, como tampoco imagino un mundo igual al que tenemos sin la versión definitiva de Al otro lado del viento. La película radical del director de El Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) en los años 70 seguro habría definido mucho. Hoy, al menos, nos orienta a criticar la maquinaria que lo ignoró. Más amado que cuando vivió, en la muerte Orson Welles ya no está solo.

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