Nueve años le tomó a la directora Tamara Jenkins gestar su nueva cinta, Private Life, que luego de participar en el festival de Sundance y de Nueva York finalmente se estrena, no es cines, pero si en Netflix.

El inicio de Private Life es un pequeño engaño, un close up sostenido a las caderas de una mujer semidesnuda y el diálogo que sostiene con un hombre (su marido) nos hacen presumir que están a punto de tener sexo, pero lo que en realidad está sucediendo es que él le está aplicando una dolorosa inyección en un glúteo. Se trata de Rachel y Richard, una pareja (él un cuarentón, ella una década menor) que llevan juntos muchos años, que por conversaciones de sus amigos nos enteramos que “se la pasan peleando” y que no obstante están obsesionados con tener un hijo.

Así, Private Life es la crónica de esta pareja que lleva intentando todo (y gastando una fuerte suma de dinero en ello) para tener un hijo. Desde tratamientos de fertilidad para Rachel, operaciones para desbloquear ciertos conductos que impiden el paso del esperma de Richard, y demás procedimientos médicos que cuestan uno más caro que el otro. Cuando todo falla, comienzan por internet a explorar la opción de adoptar, encuentran a una joven que busca ceder a su bebé aún no nacido y cuando la citan para una charla en vivo, no sólo no se presenta en el lugar, sino que luego descubren que se trataba de un engaño por internet.

Es como si el destino, la vida o Dios mismo no quisiera que esta pareja se convierta en padres. En el inter, nosotros los acompañamos en el dolor de cada nuevo procedimiento, en la angustia por los resultados y en la desesperación general que les causa el paso del tiempo y el fracaso constante.

La cámara sin mayor floritura a cargo del cinefotógrafo Christos Voudouris y  la dirección Tamara Jenkins hacen de esto un retrato directo, humano, sin maquillaje, casi documental, de esta pareja de dramaturgos que en su adolescencia tuvieron cierta fama con una obra de teatro, pero que ahora, en el pináculo de la vida adulta, sobreviven en un departamento rentado y gracias a un pequeño negocio de comida orgánica.

Quién mejor para interpretar hombres en crisis a los cuarenta que el siempre sensacional Paul Giamatti quien junto con la también solvente Kathryn Hahn dan vida a este matrimonio obsesionados con tener un hijo. Jenkins logra arrebatarle a Giamatti una actuación que se encuentra en los mismos niveles de una de sus mayores obras, Sideways (2004), sobre esta persona frustrada por sus decisiones de vida ya en su vida adulta.

Cuando todos los intentos han fallado, una nueva esperanza llega en la forma de su “sobrina” (que en realidad es hija de su mejor amigo) Sadie (simpática y dulce Kayli Carter, quien por momentos se roba la película) quien llega a casa del matrimonio luego de dejar la universidad para seguir los pasos de Rachel y Richard y dedicarse a la literatura. La chica admira a sus “tíos” y ellos ven en su juventud y jovialidad las características perfectas como para hacerle una gran solicitud: que done uno de sus óvulos para ser inseminados artificialmente en el cuerpo de Rachel.

Al igual que en sus trabajos previos (The Savages y Slums of Beverly Hills), la directora Tamara Jenkins demuestra una facilidad inusual en mostrar personajes que se antojan reales en un ambiente que por momentos incluso parece documental. Todo el viacrucis que vive esta pareja es clínicamente correcto, todos los procedimientos, medicamentos y contraindicaciones son los que realmente conllevan este tipo de tratamientos de fertilidad.

Jenkins explota al máximo las posibilidades de su trío protagónico y logra grandes escenas como cierta cena familiar, el constante peregrinar en citas médicas y las pequeñas grandes peleas entre Richard y Rachel que no hacen sino preguntarnos sobre el único aspecto que la película deja al libre albedrío del espectador: ¿qué enorme vacío está intentando llenar esta pareja mediante un hijo?

La crónica que nos muestra la directora no sólo es la de un matrimonio desesperado, sino la de un matrimonio que poco a poco se va borrando. “Hace más de once meses que no tenemos sexo” le reclama Richard a su esposa y ella cada vez se ve más abatida por el paso del tiempo y la presión del famoso “reloj biológico”. En su intento por tener un hijo, ambos están destruyendo no sólo su matrimonio sino la posibilidad de ser felices con ellos mismos.

El poderoso final que da Jenkins a su película (para la cual también escribió el guión) me hace pensar que ella está consciente de esa situación pero le deja -mañosa e inteligentemente- la responsabilidad al público de juzgar a esta pareja para no tener que hacerlo ella misma.

-O-

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