La Cuarta Compañía, ópera prima del dueto creativo compuesto por Amir Galván y Mitzi Arreola es, primordialmente, un ejercicio de estilo que salta a la vista desde los primeros minutos de la cinta. El filme le debe prácticamente toda su fuerza narrativa a la extraordinaria fotografía de Miguel López que, mediante colores opacos, ambientes ocres y una tonalidad homogénea durante toda la cinta, hace un retrato crudo pero lucidor de la cárcel de Santa Martha Acatitla en el México de finales de la década de los setenta.

La fotografía apoya a un diseño de producción absolutamente notable que se preocupa por el detalle mínimo en objetos que definen la época como las cabinas telefónicas, la ropa, los automóviles, las patrullas y el uniforme policiaco. Se nota, pues, un trabajo bien documentado y exhaustivo no sólo para darle personalidad a la cinta sino para desmarcarla del cine nacional promedio.

Pero las buenas noticias acaban ahí. Con una narrativa sumamente desigual, que de manera entusiasta pero errática pretende darle brío a una historia que la mayoría del tiempo simplemente no avanza (hasta que le pisan el acelerador mediante montajes que rompen el ritmo y tono del relato), la Cuarta Compañía es una película que se ve bien pero que no sabe para dónde ir ni qué quiere contar.

En un relato que recuerda cintas como The Longest Yard (Aldrich, 1974) o incluso a Suicide Squad (Ayer, 2016), aunque en este caso basado en una historia real, La Cuarta Compañía narra la historia del grupo homónimo formado en la prisión de Santa Martha Acatitla a finales de los años setenta. En su faceta pública, el grupo en cuestión era un equipo de fútbol americano integrado por reclusos y que se hacían llamar “Los Perros”, mismos que eran parte de un muy celebrado programa de reinserción social en el que incluso les permitía abandonar el penal para jugar de visitante contra otros equipos.

Pero hacia dentro, estos mismos presos formaban la Cuarta Compañía, un grupo de control interno comandado por las propias autoridades del penal, para manejar la droga, aplacar a los demás presos y, en su faceta mucho más inquietante, salir en las noches a robar decenas de autos y robar algunos bancos, siempre con la venia de la propia policía capitalina y bajo la mirada vigilante y el brazo siempre receptivo al moche del comandante Arturo “El Negro” Durazo.

Filmada en la propia prisión de Santa Martha Acatitla (¿cómo consiguieron permiso para hacer eso?) e incluso con la participación de algunos reos a manera de extras, la película se debate entre la denuncia por la situación de los penales en México (tortura brutal, espacios sucios, corrupción, drogas, hacinamiento) o narrar la historia de Zambrano (Adrián Ladrón), un joven ladrón de autos que llega a Santa Martha con el propósito de entrar al mencionado equipo de fútbol americano.

Los primeros cuarenta minutos son de exposición, la historia no avanza en absoluto y el sopor comienza a apoderarse del público. A las terribles imágenes de tortura (absolutamente inútiles para la historia pero probablemente eficaces en la denuncia al sistema penal) le sigue casi de inmediato un montaje de escenas de fútbol, para luego otra secuencia donde el novato (y nosotros) nos damos cuenta de la operación real de la Cuarta Compañía. Es aquí donde queda claro que estamos frente a tres cintas que si bien visualmente son armónicas, no así en sus intenciones: la anécdota deportiva, el thriller carcelario, la denuncia social.

En este devenir de secuencias que sirven para una u otra de estas tres cintas hay algo que les es común: una pléyade de diálogos ridículos, pretendidamente rudos y/o profundos, que arrojan el filme a linderos propios de un melodrama telenovelero: “La verga está tensa”, “Lo que se dice por la boca se sostiene por el culo”, “Perdición y virtud salen del mismo huevo”, “El que no es perro es gato”.

La desesperación por generar empatía y emoción es notoria. Desde sendos letrerotes que nos dan el nombre de los personajes que deberíamos seguir (de los cuales todos son olvidables excepto el del protagonista y el que interpreta el siempre eficaz Hernán Mendoza), varias tomas en pantalla dividida, hasta el uso y abuso de montajes que además sin pudor gritan sus influencias más obvias (desde Tarantino hasta Scorsese).

La edición de la cinta es otro síntoma de esta enfermedad: cortes abruptos como único medio para pasar a otra cosa, constantes pantallas a negro, y secuencias que no dicen nada ni aportan menos cosa, pero que uno supone que sobrevivieron al corte final pues porque están bien filmadas.

Se reconoce, por supuesto, el ímpetu por hacer que esta película no se viera como otra del montón, su osadía de hacer algo que se ve “como Hollywood”, pero los lances técnicos no son raros en el cine mexicano. En este mismo espacio dimos cuenta de un par de planos secuencias, bastante logrados, en otra cinta también fallida, Todo Mal (López, 2018).

Desafortunadamente es el caso con La Cuarta Compañía, una película que luchó contra viento y marea durante 10 años para ser terminada y exhibida, que fue la máxima ganadora en la entrega del Ariel del año pasado (se llevó 10 estatuillas, incluyendo mejor película), que alcanzó incluso un acuerdo de distribución fuera de México en Netflix (aquí estará disponible tres semanas después de su salida de salas) pero que a pesar de todo ello, no es sino la confirmación de dos cosas que ya sabíamos: el cine mexicano tiene una capacidad técnica cada vez mayor así como un serio problema para generar narrativas claras, atractivas y bien desarrolladas.

La forma, otra vez, sobre el fondo.

-O-

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