De entre todos los debates polarizantes que puede haber en esta moderna realidad hiperconectada, probablemente uno de los más virulentos es el que concierne a la fiesta brava. El consenso general (mitad sentido común, mitad lo que “dicen” las “redes”) es el de una unánime condena hacia las corridas de toros.

Los argumentos son de obviedad, ¿quién podría en su sano juicio defender un espectáculo donde se hace sufrir a un animal para luego matarlo en pos de un entretenimiento? El movimiento anti taurino ha tenido no pocas victorias por todo el orbe, siendo la prohibición en España quizá su triunfo más sonado, ¿pero como opinar sobre algo que en la mayoría de los casos no hemos vivido (o no queremos vivir)?

Los cineastas mexicanos Aarón Fernández Lesur (Partes Usadas, Las Horas Muertas) y Jesús Manuel Muñoz (La Revolución de Mazorra) comparten esa misma inquietud en su más reciente cinta documental, El Filósofo en la Arena. Sin ser ninguno de ellos aficionados a la fiesta brava, les llama la atención un libro, Filosofía de las Corridas de Toros (2008, Edit. Bellaterra, Barcelona) donde el muy afamado filósofo francés, Francis Wolff, da las razones por las cuales él es un aficionado del toro y la tauromaquia.

El libro parece una contradicción, toda vez que el trabajo de Wolff proviene de una veta sumamente humanista. Pero justamente la invitación de este documental es a escuchar a la otra parte. Para ninguno es ajeno las casi siempre violentas manifestaciones de los antitaurinos así como la contundencia de sus argumentos, pero pocas veces hemos escuchado (o al menos es el caso de quien esto escribe) a la contraparte. ¿La tauromaquia es un arte?, ¿por qué tiene tantos adeptos (y tanta historia)?, ¿es un deporte?, ¿un espectáculo?, ¿o simplemente es sadismo puro?

Así, el documental se vuelve un roadtrip por las diferentes Plazas de México, España y Francia, donde el filósofo nos explicará no sólo la mecánica de la fiesta brava sino el por qué de su afición por el toro. El documental no pretende convencer a nadie (“Transmitir una pasión es imposible”), sino exponer el punto de vista de la otra parte. Peor aún, Wolff parte desde el entendimiento no sólo de que hoy en día su afición es casi una desvergüenza, sino que la fiesta taurina es una actividad condenada a morir.

El inicio de la argumentación es contundente. Wolff habla de lo que él llama “las nuevas utopías” refiriéndose a los nuevos y cada vez más numerosos grupos de defensa de los animales. No los condena ni mucho menos, pero el hombre se cuestiona que un video sobre el trato injusto hacia los animales desate de inmediato un alud de indignación y rabia, pero cuando vemos un video de humanos tratados como animales (los refugiados) no se desata el mismo nivel de molestia en la gente.

Después la disertación se va hacia la naturaleza propia de los animales y cómo los seres humanos de este siglo (“urbanitas hiperprótegidos del siglo XXI”, como él mismo los llama) evitamos a toda costa la naturaleza animal de las criaturas para reconfortarnos en su  humanización: creemos que el perro se ríe con nosotros, nos extraña, nos cuida, le asignamos cualidades humanizantes a nuestras mascotas, pero la naturaleza no es así, los animales libres viven una lucha constante, la vida exige muerte, y la naturaleza constantemente se alimenta de muerte para seguir. Esta pulsión se contradice con la naturaleza del ser de este siglo, el cual quiere erradicar la muerte, hacer como que no existe, frenarla, detener el tiempo, no enfermarse, no mancharse, vivir por siempre joven.

Es así, mediante pláticas a cuadro o voz en off, que el filósofo va desmenuzando sus argumentos, explicando el por qué de su amor a los toros, sobre la valentía de los toreros (a los que en algún punto se les llama casi dioses), sobre el eros y el tánatos que implica una corrida de toros, sobre los peligros a la ecología y los toros mismos si es que se prohibiera la tauromaquia en todo el mundo.

Por sí solo esta parte del documental ya es interesante, pero Aarón Fernández y Jesús Muñoz hacen algo aún más divertido: dejan la cámara corriendo de vez en vez para mostrar el lado B de las cosas: no sólo acuden a los “Filósofos de la calle” para preguntar opiniones sobre la fiesta de los toros (levantan testimonios a cuadro en París, Barcelona y Coyoacán, encontrando opiniones unánimes: se trata de sadismo, baños de sangre, crueldad innecesaria) sino que además también vemos las reticencias del propio Wolff a aparecer en el documental, a seguir órdenes, e incluso se enoja por el nombre de “Filósofos de la Calle”. “¡El único filósofo de la calle era Aristóteles!”

Así, el documental se desdobla en tres: el que los cineastas quieren hacer, el que el filósofo quiere hacer y el que al final resulta en pantalla.

El resultado es un documental extrañamente gozoso y polémico, que al no tener como objetivo convencer a nadie, si resulta en un ejercicio filosófico que desata muchas preguntas no sólo sobre el tema sino incluso una crítica a la sociedad en la que vivimos, donde la feroz indignación es cosa de todos los días, que se potencializa en las redes, y donde el escuchar y argumentar es un ejercicio cada vez más raro.

El argumento que más controversia generará es aquel que dice que al menos en las corridas de toro, el animal pelea con hidalguía y nobleza, mientras que un toro para consumo, despojado de toda dignidad, es llevado a máquinas que los matan, los tasajan y los destruyen de una manera infernal.

Sin perder nunca el objetivo, con un trabajo de investigación a leguas exhaustivo, y con un muy agradecido sentido del humor, El Filósofo en la arena es un documental muy necesario, no sólo para saber más sobre los motivos de la tauromaquia sino como un ejercicio -cada vez más extraño- de escuchar al otro sin querer antes matarlo. Cosa tan complicada últimamente en estos aciagos días de redes sociales.

-O-

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