Desde hace meses parte de la discusión pública está entrampada en tratar de vaticinar de manera anticipada, a partir de los dichos de las encuestas, los resultados electorales.

Es claro que las tendencias arrojan que Claudia Sheinbaum lleva ventaja sobre sus competidores. Es natural si se piensa que sus actividades de proselitismo empezaron simuladas bajo el formato de “conferencias” (nunca en la historia habíamos tenido a una funcionaria pública tan prolija en dictar “conferencias” como ella) mismas que fueron acompañadas de un avasallante, onerosísimo e indebido despliegue publicitario (muchas veces sancionado por el INE), desde hace, al menos, un par de años. Además, todo el aparato de propaganda oficial se ha volcado en su favor, empezando por los dichos del Presidente de la República, convertido en el principal vocero y propagandista del partido gobernante y de sus candidatos.

Pero una cosa, me parece, es que haya una innegable puntera en la contienda electoral y otra, muy distinta, sostener —como hacen muchos— que “este arroz ya se coció”. Si algo nos enseña la historia es que los ganadores se definen una vez concluida la votación, nunca antes.

Y digo lo anterior, por dos razones fundamentales. Primero porque, como debe ocurrir con todo demócrata congruente, hay que tenerle un profundo respeto a la voluntad del electorado y ésta se expresa —más allá de especulaciones e interpretaciones sobre la misma— hasta que se depositan los votos en las urnas. Y segundo, porque la historia reciente nos enseña que hay que tomar con mucha cautela lo que las encuestas nos revelan. La historia reciente de la demoscopía en México —y en el mundo— nos demuestra que cada vez está resultando más difícil interpretar el sentido de las preferencias políticas de la ciudadanía a través de encuestas y no en pocas ocasiones éstas han demostrado ser profundamente erráticas y, por ello, poco confiables.

Un buen ejemplo de lo anterior es que, en la víspera de la segunda vuelta presidencial en Argentina, en noviembre pasado, todas las encuestas daban por ganador al candidato oficialista, Sergio Massa, con una ventaja estimada de entre 4% y 6% y, al final, ganó Javier Milei con 11 puntos.

Pero, además, en México, las casas demoscópicas —unas más, otras menos—están recurriendo cada vez más a modelar los resultados de las encuestas por la enorme cantidad de problemas técnicos que están enfrentando y eso, inevitablemente, se quiera o no, las vuelve menos confiables. En efecto, desde hace años hay zonas del país en donde, por la inseguridad que impera, no tienen modo de realizar entrevistas; el “voto oculto” —el de quienes, por miedo a perder beneficios o a sufrir algún tipo de represalia— se ha incrementado; la tasa de rechazo a responder es una de las más altas que se tenga memoria (oscila según las encuestas que publican ese dato —pues muchas indebidamente lo ocultan— entre ¡el 45% y el 60%!), además de muchas otras dificultades. Adicionalmente, por supuesto, siempre ha habido encuestadores poco serios que “cucharean” los resultados a petición de su cliente (las encuestadoras “patito” siempre han existido y tienden a proliferar) actuando como mecanismos de propaganda (las llamadas “push polls”).

Lo anterior puede constatarse elección tras elección al comparar las diferencias, en ocasiones amplísimas, entre las estimaciones de intención de voto y los resultados oficiales; un ejercicio que, si bien no es el más correcto —pues muchas cosas pueden cambiar durante el periodo de “veda”—, sí resulta muy ilustrativo de que las encuestas no son, ni pueden entenderse, como oráculos o vaticinios ciertos.

Es cierto que el desempeño de las candidaturas opositoras ha sido precario y ha dejado mucho que desear, lo que hace más probable un triunfo del oficialismo, (escenario que, sin duda, hoy es el más factible); pero de ahí a afirmar que ese sea un hecho consumado es, simple y sencillamente, entrar al terreno de la especulación, de la cábala y de la tenebra.

Si algo caracteriza a la democracia es que no hay ganadores predeterminados. El “para qué voto si ya sé quién va a ganar” es la realidad de un pasado autoritario que venturosamente dejamos atrás. Este arroz se va a cocer, sin duda, pero eso va a ocurrir el 2 de junio y ganará quien así decida la ciudadanía mediante su voto libremente emitido. Así es la democracia.

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