Era 2011, una sentencia de la Suprema Corte de Justicia, cuya deliberación duró escasos cinco minutos confirmaba la petición hecha por el Ministerio de Justicia de expulsar del país a la organización civil Human Rights Watch. Su expulsión no hacía más que poner una piedra más en la barrera construida contra las organizaciones de la sociedad civil. Por un largo tiempo, el gobierno de Uzbequiztán llevó a cabo una campaña de desprestigio y hostigamiento contra las organizaciones sociales acusándolas de conspirar contra el gobierno y, en diversos casos incluso, de planear golpes de Estado.

Era 2010 y Hugo Chávez impulsaba a través de su mayoría oficialista en la Asamblea Nacional la aprobación de una legislación que prohibía a organizaciones no gubernamentales recibir recursos provenientes del extranjero. Esta prohibición era expresa para aquellas organizaciones dedicadas a promover derechos políticos (como el de votar y ser votado). La justificación: defender la soberanía nacional de Venezuela contra la “injerencia extranjera”. Sin embargo, la campaña de descrédito contra las organizaciones civiles en Venezuela había comenzado desde hacía al menos 6 años, cuando Chavez llevaba 4 años en el poder.

En 2017, se emitió la llamada “Ley contra el odio”, una legislación que es utilizada en Venezuela para silenciar voces críticas del gobierno y defensores de derechos humanos lo cual, aunado a las restricciones al financiamiento han mermado la capacidad de actuación de las organizaciones limitando su posibilidad de colaborar y continuar ayudando a la ciudadanía.

En Bolivia, bajo el mandato de Evo Morales ocurrió algo muy similar. Luego de años de constantes ataques a las organizaciones de la sociedad civil, hostigamiento, restricciones y limitaciones, el gobierno cambió las reglas para tomar el control del financiamiento que reciben. En este control se incluyeron organizaciones internacionales, pero también iglesias e incluso organizaciones de campesinos opositores. Entre las acusaciones repetidas hasta el hartazgo por Evo Morales estaban, la supuesta complicidad de las organizaciones con la oposición para derrocar su gobierno. El caso de Morales es aún más paradigmático por haber acusado incluso a organizaciones de campesinos, de indígenas, de activistas ambientales que se pronunciaban contra la petrolización de la economía, y por supuesto, de activistas de derechos humanos.

La historia se repite en el Ecuador de Rafael Correa, en Hungría con Orbán, en la Argentina de los Kirchner. La paradoja es que la mayoría de estos autócratas se apoyaron en el llamado “Tercer Sector” para alcanzar el poder. Una supuesta coincidente visión de izquierda les permitió a muchas organizaciones civiles apoyar a quien pocos años después se convertiría en su verdugo. Primero las critican en medios, luego las acusan abiertamente de conspirar y después comienzan las restricciones financieras, las auditorías, los hostigamientos hasta forzar su cierre o su salida del país según sea el caso.

Sólo aquellos países con tintes autoritarios atentan contra la sociedad civil organizada; desaparecerla debilita enormemente a la democracia en cualquier país y deja vulnerables a sus ciudadanos. La propuesta de restringir el financiamiento que reciben las organizaciones civiles en México a través de donaciones, tiene un cariz muy parecido. La línea discursiva es la misma: la crítica, las acusaciones, el hostigamiento. El ataque a la democracia en México tiene en este un nuevo y triste capítulo. Evitemos que nuestra sociedad civil se convierta en una sociedad prohibida.

Twitter: @solange_

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