En mi larga vida he tenido cercanía con muchos militares. Entre ellos cuento con queridos amigos. Son ciudadanos cabales, que han servido al país con integridad y patriotismo. Con la misma excelencia con que lo han hecho innumerables civiles.

Pero ese no es el asunto de estas líneas, que se referirán a un error histórico: el acuerdo presidencial del 11 de mayo de 2020, que involucra a los militares. Error de quien tiene a su cargo la tutela de los derechos y las libertades de los ciudadanos, la integridad de las instituciones y la salvaguarda de la democracia. El acuerdo —error de mayo— militariza la seguridad pública. Llena una página en estas jornadas y podrá llenar otra, sombría, en las que se avecinan.

Mariano Otero, uno de los fundadores de la nueva nación y del juicio de amparo, dijo el 11 de octubre de 1842 que la confusión de tareas entre el ejército y la policía, legado “que nos dejó el gobierno español”.. Ha sido “funesta a la “paz de la República y a la conservación de la libertad”. No hay nada nuevo bajo el sol.

Por supuesto, lo dicho no implica descrédito para la función de las armas —en sí misma—, que el pueblo deposita en manos honorables para la preservación de sus libertades. Consta en el artículo 12 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: “La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano necesita una fuerza pública”. Y lo mismo se puede decir de la Policía, una corporación que atiende al deber nuclear del poder público, razón de ser de la sociedad política: proteger los derechos fundamentales.

Hay que mantener en vigilia el deslinde entre ejército y policía. Cada uno tiene atribuciones conforme a su naturaleza; responde a diversas vocaciones institucionales; se integra, prepara y actúa bajo sus atribuciones y al amparo de su vocación. Convertir al ejército en policía entraña graves peligros —de los que muchos países dan testimonio, y México no es excepción— para los derechos humanos y para la sociedad democrática. Nuestros derechos y nuestra sociedad.

De ahí que el último presidente (2012-2018) —que ahora goza de una vida festiva— y el candidato a la presidencia (2018) ofrecieran, en sus momentos, disponer el retorno del ejército a las funciones inherentes a su naturaleza constitucional. No lo hicieron. Por el contrario, el mandatario de entonces intentó una ley inconstitucional sobre seguridad interior, que naufragó, y el mandatario de ahora revisó sus ofertas electorales —con las que obtuvo la primera magistratura— y dio marcha atrás a su programa de gobierno y a las manecillas del reloj de la historia.

La resolución presidencial —orden, acuerdo, decreto reglamento o lo que sea— del 11 de mayo de 2020 incurre en la conversión indeseable que ahora cuestiono: las Fuerzas Armadas serán policía. Los ciudadanos y el país en su conjunto —pero también las propias Fuerzas Armadas— cosecharán las consecuencias.

Es verdad que la disposición presidencial tiene cimiento en un Plan Nacional de Seguridad y Paz, del 14 de noviembre de 2018, y en una malhadada reforma constitucional del 26 de marzo de 2019. El Plan señaló que se imprimiría un gran giro al desempeño de las Fuerzas Armadas, comprometiéndolas en tareas de seguridad pública, y la reforma constitucional proclamó —en su artículo quinto transitorio— que la Fuerza Permanente de la que dispone la nación podrá cumplir funciones de seguridad pública en los siguientes cinco años. Este fue el plazo para que diera de sí —es decir, buenos resultados, que no hemos visto— la famosa Guardia Nacional, instrumento clave de la nueva era.

De esos cinco años ha transcurrido más de uno. Fue desmontada la Policía Federal y no se han enderezado las policías locales. La Guardia Nacional no acaba de asentarse. Y la sociedad observa, alarmada y decepcionada, el auge del crimen y la impotencia del poder público. Por eso ahora parece necesario poner en marcha la disposición contenida en aquel artículo quinto transitorio. Nos estábamos olvidando de que ese precepto velaba armas en silencio, pendiente del momento de tomarlas. La decisión del presidente ha sido clara: llegó el momento. Germinó la semilla plantada en 2019.

Los redactores de la reforma de 2019, presionados por la exigencia de preservar los derechos humanos y la democracia, alegaron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos abrió la puerta al empleo extraordinario de los efectivos militares en tareas de seguridad pública. Y advirtió que esa apertura constaba en sentencias dictadas a propósito de graves violaciones perpetradas en México. Dan cuenta los dictámenes del Congreso para sustentar la reforma.

En efecto, la Corte Interamericana reconoció la eventualidad de que un país, impotente para establecer el orden y la seguridad con los medios ordinarios, recurra a las Fuerzas Armadas. Pero estableció condiciones y restricciones, que no son “llamadas a misa”, sino decisiones vinculantes para México, y que no se satisfacen en la resolución del 11 de mayo. Este documento utiliza términos tranquilizadores, pero quien los coteje con las decisiones de la jurisprudencia interamericana advertirá que vamos a contrapelo de los deberes que asumimos.

Para muestra, un botón. La Corte Interamericana señaló que la supervisión y el control de la actividad “excepcional” o “extraordinaria” de las Fuerzas Armadas se sujetaría a la fiscalización de órganos civiles independientes, competentes y técnicamente capaces. En cambio, la resolución del 11 de mayo establece que “las tareas que realice la Fuerza Armada permanente en cumplimiento del presente instrumento, estarán bajo la supervisión y control del órgano interno de control, de la dependencia que corresponda” (artículo quinto). En otras palabras, el control a cargo de los controlados.

Examiné la reforma constitucional —expresando mi desacuerdo y mis temores— en libros y otros trabajos que aparecieron a raíz de aquélla. Mi parecer, extensamente fundado, se halla a la vista. No nació el 11 de mayo, fecha en que germinó la semilla plantada en 2019.

La reflexión sobre este tema me lleva a recordar una expresión de Talleyrand —¿o de Fouché?— cuando Napoleón ordenó o toleró la muerte del duque de Enghien. ¿Era un crimen? No, dijo Talleyrand, es algo más grave: es un error.

¿Es un crimen la resolución presidencial a la que me he venido refiriendo? Dejo la respuesta a quienes han comenzado a analizar con rigor ese acuerdo inclemente. De lo que no tengo duda, Presidente, es de que se trata de un error que tendrá graves consecuencias para quien lo dispuso y para quienes padezcan sus efectos.

Profesor emérito de la UNAM

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