El autoritarismo aborrece el talento. Suprime la crítica y combate la libertad. Esta conducta forma parte de la historia natural de la opresión, que se vale de muchos medios para imponer su voluntad. Ha ocurrido dondequiera. También en México. Y hoy existen nuevos ejemplos de este talante autoritario, signo de una (llamada) transformación que nos conduce al abismo.

Hace más de un año apareció aquí mi artículo “Muera la inteligencia” (EL UNIVERSAL, 6 de junio de 2020), frase esgrimida en otro país por un caudillo del fascismo. Lo enfrentó Miguel de Unamuno, rector universitario: la fuerza vence, pero no convence. Esta dialéctica perseverante se ha mantenido a lo largo del tiempo. Seguramente persistirá. Es el producto de una pugna espiritual y moral con honda raíz. Por supuesto, la razón se niega a declinar. Y tampoco declina el empeño de la opresión.

En junio de 2020 ya menudeaban las arremetidas del poder político contra la ciencia y la cultura: denuestos, difamaciones, cargos ligeros y constantes en contra de científicos, educadores y centros de enseñanza e investigación. El asedio arreció con decisiones presupuestales que pretendieron sofocar el quehacer de aquellos ciudadanos y de las instituciones en que laboran, y reducir su contribución al desarrollo y la libertad. Además, floreció la intimidación, que provoca silencio y sumisión.

En estos días hubo más arremetidas contra los mismos objetivos. Desde la más alta tribuna se elevaron nuevas acusaciones. El poderoso, liberado de los frenos que implica el derecho y sugiere la razón, ha recogido los cargos que se formularon contra un grupo de científicos y sembrado el horizonte con descalificaciones que empañan el crédito de la ciencia y de sus cultivadores. Se proclamó que quienes cursan estudios en universidades extranjeras aprenden en ellas a robar. Para colmo, se cuestionaron las reuniones científicas internacionales y los legítimos emolumentos de los hombres de ciencia. Hasta se puso en entredicho la ubicación de un inmueble adquirido por un foro de la ciencia y los lugares en que algunos científicos toman sus alimentos. Es así que el discurso imperial provoca desconcierto y alienta pasiones que jamás debieran dominar en una sociedad democrática: encono y discordia.

Los observadores de ese escarnio —y de otros que agravian a diversos actores sociales— se preguntan por el origen de esta conducta que oscurece el horizonte de la nación y combate, con rara perseverancia, a los compatriotas que cultivan el arte y la ciencia. Si no hay motivos razonables y bien probados para tal encono, es posible que operen otros factores que nublan el entendimiento y encienden la ira, factores que jamás debieran anidar en el corazón de quien ejerce el poder: profundo resentimiento, rencor anclado en frustraciones que alientan una oscura revancha.

Pero aún subsisten los medios para la defensa frente al agravio, al amparo del Estado de Derecho. La recta administración de justicia es el más vigoroso y natural. De ahí la apremiante necesidad —por instinto y por razón— de que la sociedad respalde con energía y solidaridad la actuación de los juzgadores que enfrentan al poder desbocado y ponen la ley y la razón al servicio de los ciudadanos. Hay que exaltar a estos togados —que también han sufrido, por cierto, las injurias del poder—, para que perseveren con firmeza y valentía en el papel que cumplen para bien de la nación: amparar a los ciudadanos contra los golpes del poder.

Profesor emérito de la UNAM