La tarde del 4 de febrero de 2021 la señora Laura Kabata estaba en un plantón afuera de la Secretaría de Gobernación, en la Ciudad de México , para exigir, junto con su hijo Óscar, la reparación de los daños que le causaron al haber sido secuestrado y torturado por el general Felipe de Jesús Espitia Hernández en Ciudad Juárez en 2009. Su historia es como una película de terror: el joven, entonces un menor de edad, fue levantado por soldados al ser confundido por sicario; vio cómo asesinaron a su mejor amigo y finalmente fue dejado en libertad con la orden de no acusar a sus torturadores.
Desde entonces Óscar vive con secuelas. Una vida que pasó de la adolescencia a la adultez con heridas y sin la posibilidad de integrarse al mundo laboral como cualquier otro. Su familia, especialmente su madre, ha luchado para que se procese al general que lo torturó, pero eso les ha costado amenazas y agresiones. Principalmente quieren eso: justicia. Aquel 4 de febrero la señora Laura junto con otras manifestantes, cansadas de no ser atendidas, cerraron las puertas del edificio de Segob para evitar que los empleados que iban llegando entraran, en protesta porque no las atendían. Entre reclamos y agresiones verbales de parte de policías para que dejaran de obstruir las entradas, la situación se agravó y varias de las denunciantes terminaron golpeadas incluyendo a Laura. Los hematomas, las heridas con profundidad y escoriaciones quedaron registradas en fotografías. Entonces ella pasó a ser víctima también. Un día después interpuso una queja ante la CNDH (Comisión Nacional de Derechos Humanos) y desde hace un año ha peregrinado para que se le resuelva. Según mensajes enviados a su celular por parte del personal de la Comisión, la emisión de una recomendación contra el Estado por esa agresión era algo inminente. En realidad, además, debería ser un escándalo: una ciudadana que pide ayuda al gobierno federal terminó golpeada y humillada por policías.
Mientras pasaban las semanas y meses en espera de un resultado por su queja, realizaron otro plantón frente a la CNDH. Pero en diciembre del año pasado su hijo —quien aún solicita atención por haber sido torturado por el Estado— fue amenazado y agredido por el Oficial Mayor, Ángel Gómez, de la misma Comisión, quien lo amenazó y llamó “maricón”, según se pudo ver en un video que quedó grabado y se viralizó en redes sociales el mes pasado, lo que derivó en el despido del funcionario. Pero las represalias no demoraron: días después Laura Kabata recibió la noticia de que no habría recomendación hacia la Segob por la agresión en su contra un año antes y también se cerró otra petición por abuso de poder en otro episodio de violencia de parte de policías. Así de fácil: no importaron los testimonios, las fotografías, los videos. Una víctima en México puede ser golpeada una y otra vez por el Estado sin que nadie haga nada.
Pero cuando un problema surge, lo más usual es que éste no sea más que la muestra de que hay algo mayor: realmente algo pasa dentro de la CNDH. Desde que Rosario Piedra Ibarra fue nombrada por Andrés Manuel López Obrador como presidenta de la CNDH en noviembre de 2019 nunca ha operado como tal, sino que es Francisco Estrada Correa, secretario ejecutivo, quien ha tomado las riendas, aseguran empleados y exempleados. Desde su silla él da órdenes de qué casos atender y cuáles no, quitando su autonomía a los visitadores; además de manejar la nómina a capricho. Varios extrabajadores aseguran que les llegaron mensajes vía WhatsApp o correo electrónico para amenazarlos con despidos o directamente notificarles su salida.
A la señora Kabata personal de la CNDH le reconoció haber acatado órdenes de “rasurar” el expediente para que no saliera la recomendación. A Estrada le molestó que el oficial mayor fuera exhibido en el video y —ante la presión pública— dado de baja.
Como si los derechos humanos dependieran del humor, filias o fobias de un funcionario. Como si no fuera triplemente vergonzoso ver que nuestras víctimas son maltratadas, agredidas y luego ignoradas por pedir justicia. Como si en México el Estado le hubiera dado una espalda definitiva a quienes recurren a las últimas instancias a exponer su dolor y solicitar ayuda. Una pena.