Evan Osnos, galardonado periodista estadounidense, fue corresponsal del Chicago Tribune en China.

En 2014 publicó La edad de la ambición, que le valió el Premio Nacional del Libro en Estados Unidos.

Osnos describía los hábitos de consumo de la clase media china y se hacía eco de la interpretación liberal convencional: la apertura al capitalismo daría lugar a una transición democrática y la eventual adhesión de China a los valores occidentales. Si bien Osnos reconocía las pulsiones dictatoriales del sistema chino, estimó que las clases medias impondrían sus aspiraciones de apertura política. No fue así. China consiguió interactuar con los países occidentales y competir con ellos en lo económico y militar, pero intensificó su autoritarismo. Más poderosa en el plano internacional y más cerrada en lo doméstico. Un ejemplo de las nuevas tendencias son las relaciones entre China y Australia. Desde la Segunda Guerra Mundial, el aliado occidental por excelencia en Asia fue Australia, una democracia liberal parlamentaria y exitosa potencia industrial bien situada en los indicadores de desarrollo.

Australia era también, hasta hace poco, un país capaz de establecer una relación comercial mutuamente beneficiosa con China sin renunciar a su cercanía con las potencias occidentales.

De acuerdo con Alan Dupont en un editorial de The Australian, China llegó a considerar un acercamiento económico de tal magnitud con Australia que consiguiera sacarla de la órbita de influencia estadounidense. Al final, la diferencia de valores ideológicos se impuso. Tan pronto como el primer ministro australiano Scott Morrison solicitó una investigación internacional transparente en torno al origen del coronavirus, China amenazó con represalias económicas. Lo interesante vino después. El bloqueo chino a las exportaciones australianas puso en riesgo las reservas chinas de acero, carbón y productos agrícolas indispensables en términos de calidad y precio para la economía del gigante asiático. China también ha sido fuertemente golpeada en su productividad por la pandemia y se cerró a sí misma el acceso a recursos educativos de las universidades australianas, necesarias para continuar su desarrollo tecnológico. De igual manera, el choque con Australia tuvo un elevado costo reputacional para los chinos que fortaleció los argumentos de quienes, como el primer ministro británico Boris Johnson, impulsan la creación del G10, una alianza de las democracias más desarrolladas del mundo contra China. Los aliados chinos como Rusia o Corea del Norte, si bien dotados de arsenal nuclear en lo militar, son económicamente limitados y/o dependientes del petróleo, registran poder adquisitivo declinante y no pueden proveer un mercado suficiente a las inmensas necesidades comerciales chinas.

México deberá estudiar mejor las relaciones entre China y Australia para calibrar los alcances de amenazas comerciales. Nuestros servicios de inteligencia civiles y militares precisarán un monitoreo permanente de Asia. Nuestra cancillería puede y debe establecer una relación comercial respetuosa con China. Requerimos una estrategia que permita equilibrar ese comercio e intercambio cultural con la pertenencia y adhesión integral al bloque del TMEC. También una política de protección frente a ciberataques y desarrollo tecnológico que reduzca nuestra vulnerabilidad. La inercia no es una política exterior. La autocomplacencia intelectual del liberalismo fracasó. Es urgente someter a crítica sus adocenados lugares comunes. En vista de la nueva guerra fría entre Estados Unidos y China ¿es posible sostener aquella tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia? Quienes creemos en los valores liberales necesitamos una renovación intelectual en todos los órdenes, empezando por propuestas innovadoras en geopolítica. De lo contrario, México corre el riesgo de quedar atrapado a dos fuegos entre Estados Unidos y China.

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