En días pasados, tuve la oportunidad como observador acreditado, de recorrer casillas en la jornada comicial del Estado de México, en donde resultó muy evidente el gran número de electores de la tercera edad ejerciendo su derecho al sufragio. No sabemos si ello fue determinante en el resultado, pero sí llamó la atención, entre quienes integrábamos la misión de observación electoral, que aun cuando era una constante que afuera de las casillas había individuos con listas de personas supervisando su participación (la mayoría acreditados como observadores, cuyo número creció exponencialmente en esta elección), no hubo prácticamente ninguna denuncia presentada por supuesta presión o coacción del voto (la Fiscalía Especializada en materia de Delitos Electorales -FISEL- solo reportó dos). De estos hechos surgen dos interrogantes: ¿ese sector del electorado se manifiesta en las urnas por presión, pero no cuenta con los incentivos suficientes para oponerse y denunciar? o ¿en su mayoría simplemente actúan en libertad y en mera gratitud por los beneficios recibidos por las políticas públicas destinadas a su sector? Si aceptamos lo primero, entonces estamos frente a una violación a las reglas que es difícil de acreditar y, por lo tanto, frente a un desafío legal que demanda mayor responsabilidad por parte de las autoridades electorales; pero, si reconocemos lo segundo, entonces estaremos frente al éxito de un programa asistencial que genera respaldo popular y, por tanto, frente a un reto que es político y que le compete a los partidos políticos y candidaturas inconformes lograr que el tema se discuta en las campañas y se resuelva en las urnas.

Si bien es cierto que, las políticas públicas que buscan atenuar las necesidades sociales de la población siempre han estado ligadas al régimen presidencial, patrimonialista, corporativista y clientelar, que caracterizó a nuestro país después de promulgada la Constitución de 1917 y que aún mantiene ciertos rieles, éstas no son ilegales. Su existencia y dimensión tienen que ver con la visión política de cada gobierno. Los de izquierda son más proclives a fomentarlas porque parten de la tesis de que las desigualdades estructurales deben ser combatidas desde el Estado. Mientras tanto, los de derecha son más reacios a promoverlas, porque sostienen la tesis de que la solución a la desigualdad social está más bien en la mano invisible del libre mercado.

En mayor o menor grado, dichos programas siempre han estado presentes en el México posrevolucionario, aunque en la actual administración se han incrementado de manera trascendente. El caso más emblemático es el programa social oficialmente conocido como Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores. Este programa consiste en la entrega de un apoyo económico bimestral a todas las personas mayores de 65 años. Cuando nació este proyecto en el gobierno de la Ciudad de México era focalizado y no universal, estaba circunscrito a adultos de 70 años o más que residían en zonas de muy alta y media marginación en la ciudad; no obstante, después se volvió universal y ya se anunció que la transferencia bimestral se elevará a 6,000 pesos el año que entra. Su importancia es tal que, esta administración promovió una reforma al artículo 4º constitucional para incluirlo en la Carta Magna junto a otros programas como los apoyos económicos a las personas con discapacidad permanente o las becas educativas para los estudiantes en pobreza; por lo que, ahora el monto destinado a esos proyectos nunca puede ser inferior al ejercido en el año previo.

Lo que sí esta prohibido, independientemente del espectro ideológico del gobierno de que se trate, es el condicionamiento de la entrega de los programas asistenciales al apoyo o voto a un partido político o el amenazar con suspender algún programa social o beneficio oficial si no se vota a favor de determinado candidato o partido. Esto constituye un delito y una infracción que puede distorsionar la voluntad del electorado y alterar la equidad e integridad de la contienda. En la actual Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) se establece en el artículo 449, numeral 1, inciso e) que, “serán consideradas infracciones por parte de autoridades o servidores públicos, según sea el caso, de cualquiera de los Poderes de la Unión, de los poderes locales, órganos de gobierno municipales, órganos de gobierno de la Ciudad de México, órganos autónomos y cualquier otro ente público, cuando ocurra, entre otras, la siguiente hipótesis: la utilización de programas sociales y de sus recursos, del ámbito federal, estatal, municipal o de la Ciudad de México, con la finalidad de inducir o coaccionar a los ciudadanos para votar a favor o en contra de cualquier partido político o candidato”. Asimismo, el uso de programas sociales con fines electorales, componente clave del clientelismo electoral, también es un delito que ya es grave a partir de la reforma de 2019.

Pero, a pesar de este esfuerzo regulatorio, poco han podido hacer las autoridades penales y administrativas para inhibir estas prácticas. Suponemos que existen, pero baste señalar que solo el uno por ciento de los asuntos tramitados por la Fiscalía Electoral y por el INE a través de su Comisión de Quejas y Denuncias, han sido por supuestos condicionamientos de entregas de programa sociales. Si no hay denuncias por parte de los supuestos agraviados, no hay delitos ni ilícitos que perseguir, todo queda en suposiciones. La autoridad electoral no es el “Big Brother” de la novela de Orwell para verlo todo, requiere de la participación de la ciudadanía para denunciar actos que manipulen el voto.

Podemos suponer que, el supuesto agraviado o agraviada no denuncia por miedo, porque el hacerlo le genera un acto de molestia (presentarla y comparecer en las diligencias), porque le es difícil probarlo y solo tiene su testimonio, o simplemente porque desconfía de las instituciones procuradoras de justicia y está convencido o convencida que no pasará nada; pero, lo cierto es que al no haber denuncias todo queda en especulaciones. En cualquier caso, queda claro que el andamiaje institucional poco puede hacer frente al riesgo del clientelismo y que ante esto es mejor que no haya ilusos para que después no haya desilusionados.

Ahora bien, también podemos suponer que los supuestos agraviados no denuncian porque no se consideran víctimas de algún ilícito y, en consecuencia, actúan como mera gratitud y en respaldo a ciertas políticas. De ser así, no estaríamos frente a un desafío legal, sino político, donde aquellos partidos o políticos que no están de acuerdo con los programas señalados o su operatividad tendrían dos opciones. La primera sería promover en la discusión pública el rechazo a la continuidad de estos programas. Podrían hacerlo porque los programas asistenciales de gobierno no son los derechos sociales que son derechos fundamentales y que son ineludibles en toda Constitución democrática, sino los programas para hacer efectivos esos derechos. Son decisiones políticas que pueden ser evaluados periódicamente por el electorado en las urnas. Por ejemplo, podrían apelar a la inconformidad de las clases medias frente a los cuantiosos recursos que se destinan al programa de apoyo a adultos mayores (335 mil millones de pesos este año), aunque es poco probable que lo hagan ante la poca rentabilidad electoral que dicha estrategia tendría en los sectores más desfavorecidos de nuestra sociedad. Su segunda opción sería lograr mediante un discurso y estrategia eficaz que los electores se movilicen al margen de la lógica clientelar. Por ejemplo, la historia y la experiencia comparada demuestran que en elecciones plebiscitarias, con presencia de liderazgos carismáticos que motivan la participación ciudadana, el clientelismo reduce su impacto.

El desafío político del clientelismo electoral implica apostarle al voto como el principal instrumento de control y sanción. Apostarle a que la ciudadanía entienda que el voto sirve para premiar lo que consideran que es benéfico y para rechazar lo que consideran que es perjudicial. No estamos descubriendo el hilo negro, desde el inicio de las democracias representativas el voto ha sido considerado el instrumento ideal para el control ciudadano de todos los actos de los políticos. Son las elecciones libres y justas, el principal mecanismo de control democrático, más allá de controles policiacos, fiscalías, institutos electorales, comisiones legislativas, tribunales. Y he aquí una buena noticia, una de las cosas que podemos presumir en nuestro país es contar con un andamiaje institucional electoral ciudadanizado, eficiente y confiable, que desplegará sus fortalezas nuevamente en los comicios del próximo año. Cancha y arbitraje adecuado habrá en 2024, pero las reacciones de la afición (electorado), ya dependerán de la calidad de los jugadores (candidaturas) y sus equipos (partidos políticos y coaliciones), así como de la eficacia de su plan de juego (estrategia).

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