Tuve la oportunidad de ver hace unos días el documental recién estrenado en una plataforma de streaming sobre la muerte del presentador “Paco Stanley”. De entre los aspectos que la serie nos recuerda, es que fue el primer asunto público donde de manera deliberada las televisoras trataron de incidir sobre el juicio de la opinión pública. Esto provocó que el gobierno aludido, que era el de la Ciudad de México, encabezado por primera vez por la izquierda con Cuauhtémoc Cárdenas, no tuviera más opción que reaccionar de la misma manera, anteponiendo el interés de responder a las audiencias antes que a los aspectos sustantivos del caso. Se trataba de tener un juicio lo más pronto posible, para evitar un mayor desgaste frente al público. A partir de entonces, la sociedad mexicana tuvo más claro de qué va eso de la “democracia de audiencias” a la que aludía el teórico político francés Bernard Manin en esos años, cuando la política se mediatiza y la prioridad se reduce a alcanzar las mayores audiencias. No es un asunto menor, pues desde entonces el ejercicio del poder en nuestro país ha estado marcado por este afán. A partir de ese acontecimiento, gobernar es informar en todo momento y en tiempo real. Hacer política es ganar las audiencias más que los hechos. De hecho, quizás este antecedente incidió en que el siguiente gobierno de izquierda en la ciudad, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, pusiera como prioridad una estrategia mediática de blindaje frente a la incidencia de los poderes fácticos, a través de conferencias de prensa mañaneras que le permitían ganar la narrativa de los hechos frente a la audiencia, y que mantiene como principal instrumento comunicacional ahora en la Presidencia de la República.
En su libro "Principios del Gobierno Representativo”, Manin (1995) analizó las transformaciones que la democracia representativa ha experimentado a lo largo del tiempo. Ahí acuñó el término "democracia de audiencias" para referirse al fenómeno en el cual los actores políticos priorizan la búsqueda de las máximas audiencias mediáticas, hoy tan indispensables para tener éxito electoral, -la videodemocracia a la que hacía referencia Sartori -. En la “democracia de audiencias”, la lucha por el poder ya no se ventila entre partidos que debaten en el parlamento, sino entre actores políticos que, más que debatir, se dedican a participar en diálogos de sordos, o a hacer monólogos en las redes y en los sets de televisión.
En este tipo de democracias los medios de comunicación son los grandes protagonistas que ponen el escenario en el que actúan los agentes políticos. Nosotros, el público, los observamos y vamos tomando nota poco a poco del despliegue de la trama. Unos actúan, no en vano los llamamos actores políticos, y otros miran. Con la diferencia de qué, ahora el público también puede hacerse oír a través de las redes sociales. Ahora las audiencias han dejado de ser pasivas con la proliferación de plataformas digitales y redes sociales, pues ya tienen la capacidad de expresar sus opiniones, gustos y preferencias de manera más directa y rápida que antes. En consecuencia, los actores políticos se ven en la necesidad de tomar en cuenta las reacciones y la retroalimentación de las audiencias, para poder definir sus acciones y determinaciones.
El tema es que en este contexto, de acuerdo al politólogo español Fernando Vallespín (La sociedad de la intolerancia, 2021), la “democracia de audiencias” se ha exacerbado. En la medida que el campo de batalla por la reputación mediática se desarrolla en tiempos donde los medios de comunicación tradicionales han perdido credibilidad, se ha provocado una crisis generalizada de la intermediación y una lucha feroz por el mercado de la atención. Ahora, miles de actores pugnan por conseguir la atención de sus seguidores en las cuentas de Twitter, Instagram, YouTube, TikTok o cualquier canal que usan para difundir sus contenidos. Y todo lo hacen vertiginosamente, pues ha cambiado la percepción del tiempo, ahora todo dura menos. Lo que importa es captar la atención, y la política se ve muy condicionada para atender las necesidades de esas audiencias que se alimentan de novedades y veleidades. Además, al reconocer un mayor poder a las preferencias de las audiencias, se priorizan los temas y cuestiones más populares en detrimento de lo sustantivo. Se privilegia lo banal y prima la emocionalidad e incluso el resentimiento, lo que ha favorecido la emergencia de estrategias populistas que, de acuerdo al propio Vallespín, no son una ideología, sino una forma de generar una realidad a partir de la simplificación emocional.
Vista así, la “democracia de audiencias” exacerbada por la vorágine de las redes sociales, deteriora la calidad de la vida pública, y sus efectos perniciosos son aún más visibles en la medida en que las audiencias se vuelven más protagónicas ante la necesidad de la clase política de acercarse a su opinión a través de encuestas para ganar elecciones. En efecto, no es casual que en esta coyuntura los partidos estén recurriendo a las encuestas, que son herramientas utilizadas para obtener información sobre las actitudes y preferencias de la ciudadanía, como método para definir sus candidaturas y asegurar sus triunfos. Justo ahora, estamos siendo testigos de la confianza ciega en su utilización y de su impacto a la calidad de nuestra vida pública.
No sabemos hacia donde nos llevará esta inercia en términos políticos. Hay asombro, espasmo e inquietud entre quienes piensan en el futuro de nuestra democracia. En todo caso, no podemos obviar que en la lógica de la democracia electoral, las directrices las marcan los votos, por lo que la respuesta del electorado en las urnas para respaldar o rechazar el comportamiento político exclusivamente dedicado a agradar a las audiencias definirá lo subsecuente. Por tanto, no queda más que confiar en que esa ciudadanía, sabrá hacerse cargo de que en determinaciones trascendentales para el proyecto democrático de una nación, las encuestas no deberían ser el único factor a considerar, ya que promueven el ansia desmedida de alimentar a las audiencias, en detrimento de otros aspectos fundamentales, como el respeto de los derechos individuales, el estado de derecho o la auténtica participación ciudadana. Aunque quizá esto último sea lo más preocupante.