“¡Vámonos Póster!”. Me pareció descortés preguntarle por qué llamó así a su perro. Llegó de Tabasco a Punta Allen hace 35 años, y aquí se quedó. Empezó atrapando langostas y peces para venderlos, pero después decidió dedicarse al ecoturismo para “ya no depredar más el medio ambiente”, me aseguró Marcos, de 63 años.

Los dos caminaban al amanecer sobre una playa atiborrada de verde amarillentos sargazos vivos recién llegados y ocres sargazos muertos en descomposición, que ahora son componentes estereotipados de la escenografía regional. El sargazo, esa alga gigantesca que como plaga de proporciones épicas cada año invade las playas del Caribe, desde 2011. No sabemos exactamente de dónde viene: del Mar de los Sargazos, del Atlántico brasileño en donde desemboca el río Amazonas, o del gran cinturón de sargazo del Atlántico entre África y el Golfo de México.

Soñando con barcos piratas corría yo sobre alfombras de sargazo, entre palmeras doblegadas por los vientos, a mi izquierda, y el oleaje de marzo en el mar Caribe, a mi derecha –siempre escudriñando de reojo el horizonte en busca de delfines, manatíes, cocodrilos, o por lo menos de traviesos aluxes extraviados.

Haleña Ancona
Haleña Ancona

Punta Allen está entre dos Reservas de la Biosfera. La de Sian Ka’an (“origen del cielo” en lengua maya) –más de medio millón de hectáreas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por sus invaluables recursos naturales y servicios ambientales. Y la de Arrecifes de Sian Ka’an –una plataforma angosta de arrecifes coralinos con alucinante diversidad de especies de fauna y flora.

COBI
COBI

Para llegar a Punta Allen uno tiene que cruzar “Tulum Pueblo”, y soportar estoicamente la monstruosa y ensordecedora algarabía de lo que será el próximo Cancún recargado de la Riviera Maya. Un lugar en donde se sienten, se escuchan, se respiran, se tocan los excesos mundanos e impactos sociales y ambientales del turismo de masas mal planeado. Cierro los ojos para no ver, pero no puedo dejar de pensar en las graves consecuencias que el llamado “Tren Maya” y el nuevo aeropuerto de Tulum traerán a los pueblos originarios y ecosistemas de una de las regiones más espectaculares de México.

Vadeamos durante dos horas unos 40 km por un camino tipo queso gruyer –miríadas de hoyos de todos los tamaños que estoy seguro están aquí para desalentar la invasión de turistas que sólo buscan en el desmadre ocasional– enclavado en un sistema de ríos subterráneos que conectan los sagrados cenotes con los exuberantes petenes de la Península de Yucatán. Punta Allen está al final de una franja de tierra que parece una larguísima, sinuosa, rugosa cola de dragón cuya punta descansa en el extremo norte de la Bahía de la Ascensión. Aquí se reproducen y crecen especies de importancia ecológica y comercial como langostas, meros y pargos.

En Tulum y Punta Allen visité las oficinas de la Sociedad Cooperativa de Producción Pesquera Pescadores de Vigía Chico. En la última me encontré con otro póster (éste de papel) que sintetiza el origen e historia de la cooperativa y del pueblo. La cooperativa se fundó en 1968 con 50 socios; empezaron a marcar las “parcelas” de mar para dividir la pesca de langosta en campos pesqueros.

Cachito de Cielo
Cachito de Cielo

Las décadas de 1970 y 1980 fueron de “abundancia” para la cooperativa y Punta Allen. La cooperativa se organizó y creció hasta alcanzar 120 socios, compraron lanchas de fibra de vidrio, construyeron un centro de recepción para las langostas y pescaban entre 120 y 160 toneladas de cola de langosta cada año. Para proteger muchas especies de peces, en 1985 la cooperativa prohibió el uso de redes agalleras estacionarias –aunque eran permitidas por ley y se usaban en todo México.

La crisis estalló en 1988. La cooperativa se endeudó por varios millones de pesos para construir una planta procesadora en Tulum; la deuda aumentó, la cooperativa quebró, tardó siete años en pagar. La situación se agravó con los estragos que dejó la llegada del huracán Gilberto en Punta Allen y la Península de Yucatán, el 14 de septiembre –el ciclón tropical más intenso que haya tocado tierras mexicanas, de categoría 5 y vientos sostenidos de casi 300 km por hora.

Pero la crisis también desencadenó el inicio de un largo y doloroso proceso de “renacimiento y consolidación” impulsado por la cooperativa y los pescadores. Entre 1990 y 2005, se reorganizaron administrativamente y su liderazgo se fortaleció. Hoy hay 91 socios y tienen bien definidas sus áreas de concesión (parcelas en unos 700 km² de mar) de pesca de langosta en la Bahía de la Ascensión; pero también han diversificado sus actividades a pesca deportiva y ecoturismo.

Sargazo en Punta Allen
Sargazo en Punta Allen

Para obtener mejores precios en el mercado, en Punta Allen las langostas se han capturado principalmente vivas para exportación. Sin embargo, la pandemia del COVID hizo que perdieran los compradores fuera de México y, en los últimos años, comercializan sólo la cola de la langosta, que es lo que el mercado nacional prefiere.

Las primeras artes de pesca eran el gancho y guante, que después fueron reemplazadas por las “casitas cubanas” –estructuras de 1.20 m x 1.50 m x 15 cm de alto construidas con troncos de palma chiit amarrados, que se depositan en el fondo del mar y en donde se refugian las langostas, que los pescadores, buceando a pulmón, atrapan con pequeñas redes de mano. Con hasta 7 metros de altura, tronco impermeable y grandes hojas, esta palma fue sobreexplotada para construir palapas, techos de casas y casitas cubanas, por lo que fue declarada amenazada y bajo protección por las autoridades federales.

Gracias al ingenio de los pescadores de Punta Allen, y a su apertura para colaborar con organizaciones externas, las casitas cubanas fueron transformadas en “sombras” quintanarroenses –estructuras de cemento con las mismas dimensiones de las casitas y un esqueleto de varillas de hierro.

Foto: Ricardo Pérez
Foto: Ricardo Pérez

Hoy, los hombres y las mujeres del mar de Punta Allen se capacitan para monitorear la salud de sus recursos. Trabajan, codo a codo, pero bajo sus propios términos, con organizaciones de la sociedad civil –como Comunidad y Biodiversidad, AC– en estudios ambientales, acústicos y genéticos para evaluar las poblaciones de sus dos principales recursos: la langosta y el mero. La generación de conocimiento y la responsabilidad de la administración de estos recursos están en manos de esas mujeres y hombres de la localidad.

Por décadas, el precio pagado por la langosta era el propuesto por los compradores. Hoy, los pescadores de Punta Allen han mejorado su capacidad de negociación y acceden a precios más justos por un producto de alta calidad y valor agregado que pescan de manera sostenible.

En Punta Allen viven unas 400 personas para las que la mar lo es todo. La mayoría son pescadores de tres generaciones –hombres y mujeres que viven de la mar y que, cuando se les antoja, pueden voltear hacia cualquier punto cardinal para escucharla, olerla, verla, sentirla. No puedo imaginar algo más sublime. Por eso dicen que, tarde o temprano, los que se van siempre regresan; hasta los visitantes...voy tras mi cuarta peregrinación.

Sargazo, mar y cielo en Punta Allen. Fotos: Omar Vidal
Sargazo, mar y cielo en Punta Allen. Fotos: Omar Vidal

Durante 55 años, la cooperativa de pescadores de Vigía Chico y los habitantes de Punta Allen pasaron del auge y la abundancia a una profunda crisis, de la cual surgieron fortalecidos gracias a su tenacidad, solidaridad y capacidad de adaptación. Los desafíos sociales y económicos de esta comunidad son muchos, pero ya demostraron que son capaces de innovar y adaptarse para forjar su propio destino. Para labrar su “cachito de cielo”, aquí, en un rincón del Caribe mexicano.

Agradezco a Hañela Ancona y Ricardo Pérez de las comunidades pesqueras que participan en Pescando el Momento, y a COBI por permitirme usar sus fotos.

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