A la memoria de la tía Bertha, guerrera solitaria, 1927-2020

Jamás imaginé que un día dormiría muchas noches a la orilla del Amazonas—ese río oceánico que desde temprana edad evocó en mí a la selva negra, torrencial, recóndita, casi africana. Una tierra salvaje, inescrutable e inalcanzable atiborrada de caníbales y venenosas criaturas de la noche. Pero también a la selva mágica que le roba a uno el aliento—si usted tiene la suerte de caminar bajo la copa de un Sumaumeira, una ceiba gigante que alcanza sesenta metros de altura. En un lugar en donde, dicen, las míticas Amazonas son las únicas e indisputables soberanas.

El Amazonas fluye a lo largo de 6,400 kilómetros y es el segundo río más largo del mundo (después del Nilo). Y con una asombrosa descarga media de 219,000 m3/segundo de agua es también el río más majestuoso del planeta. Fluye como océano serpentino por la selva tropical más grande de la Tierra: siete millones de kilómetros cuadrados compartidos por nueve naciones – Brasil, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela, Guyana, Surinam y la Guayana Francesa. Un área casi del tamaño de los Estados Unidos; sólo imagine por un segundo ese territorio tapizado con 400 mil millones de árboles y en donde vive 10% de la biodiversidad del planeta. Por el Amazonas fluye la quinta parte del agua dulce del mundo—más agua de la que los ríos Nilo, Yangtsé y Misisipi jamás soñaron poseer juntos. Y allí viven treinta y cinco millones de personas, incluyendo 2.6 millones de indígenas, cuya supervivencia depende de la selva y el río. La Amazonía es el paraíso terrenal, pero uno al que la explotación de madera, la expansión de la agricultura, la explotación petrolera y la ganadería despojaron de 17% de su cobertura forestal en sólo medio siglo.

Jamás pensé que alguna vez estaría a la orilla del río soñando despierto con miradas chinas—como en el Amazonas colombiano se refieren a los ojos de aquellos afectados por la conjuntivitis bacteriana, una infección común cuando el agua del río está en su nivel más bajo. Ni en mis peores pesadillas llegué a fantasear que navegaría por el río mientras que guerrilleros marxistas-leninistas-maoístas peruanos de Sendero Luminoso se escondían en una orilla, y guerrilleros colombianos de las FARC se escondían en la otra. Y créame, nunca imaginé que apuntaría mis binoculares hacia el cielo para ver a esos agentes gringos antinarcóticos mirándonos de pasada, mientras sobrevolaban el río en helicópteros artillados en busca de narcotraficantes siempre presentes. Esto le da a usted una buena idea de cómo era el Amazonas a principios de la década de 1990, cuando estábamos estudiando allá a los delfines de río.

Eran tiempos de soñar con usar los pírricos ahorros de un profesor universitario para echar a andar una estación científica en tierras inundadas, repletas de víboras y caimanes. Tiempos cuando lo único que importaba era navegar con biólogos idealistas, zigzagueando para censar delfines de río entre una orilla y la otra a bordo del Alcarlety—todos a merced de mis desvaríos y de los designios del Capitán “Grano de Pólvora”, la reencarnación colombiana del mismísimo Capitán Garfio de Peter Pan.

Leticia fue mi puerta de entrada al mundo encantado de la Amazonía. Cuando arribé por primera vez era una ciudad de unos veinte mil habitantes, descalabrada y polvorienta, pero alegre y sensual, enclavada en una geografía geométrica conocida como el Trapecio amazónico, en los límites entre Colombia, Perú y Brasil. En un lugar en medio de la nada, también conocido como las Tres Fronteras.

Allí llegué como parte de una expedición científica organizada por dos colombianos para estudiar a los delfines rosados, ambos dignos personajes de un cuento de Gabriel García Márquez. Uno era Jorge Reynolds, un ingeniero electrónico que contribuyó al desarrollo del marcapasos—un hombre de insaciable curiosidad científica que rayaba en la locura, y quién durante su vida persiguió sin tregua zancudos, anguilas eléctricas, tortugas marinas, iguanas, delfines y ballenas para hacerles electrocardiogramas. El otro, su cómplice, a quien a veces apodaban el Jacques Cousteau colombiano por haber logrado la hazaña de convertir en amantes del mar a toda una generación de colombianos, fue Francisco “El Capi” Ospina Navia—un capitán que trajo al mundo seis hijos, diez y nueve nietos y tres bisnietos. Hace apenas diez años, “El Capi” zarpó en otro viaje con solo boleto de ida; mientras que el ingeniero sigue vivo a los ochenta y cuatro años.

Y, bueno, así fue como empezó esta historia de amor con la Amazonía, en la boca de la quebrada Matamatá. Es también una invitación, querida lectora, querido lector, a que me acompañen en un viaje a través de sucesos, amigos, indígenas tikuna, estados de ánimo y de la extraordinaria vida salvaje de esta región encantada. Un viaje que comienza con mi primera visita en enero de 1986 y finaliza cuando dije adiós a finales de 1993. Si me acompaña podrá usted leer sobre el pirarucu; ese gigante osteoglosiforme amazónico, el segundo pez de agua dulce más grande del mundo que con una coraza de escamas se protege de los mordiscos de la piraña más hambrienta. O sobre aquellos delfines rosados transformados en jóvenes vestidos de blanco, que se ensombreran para disimular su pronunciada frente de delfín y así poder unirse a la pachanga, bailar y beber y seguir bailando sin parar hasta el amanecer.

Científico y ambientalista   
Twitter:  @ovidalp

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