“Mi arte es una mezcla de lo que he visto y de otras cosas que no sé de dónde vienen. Me han influido el arte primitivo, pero también los locos, los enfermos mentales y, sobre todo, Rufino Tamayo.” Francisco Toledo, Juchitán de Zaragoza 1940 – Oaxaca de Juárez 2019

Te nos fuiste un jueves, Francisco, y esa noche dormí mal, muy mal. No creo en presentimientos, pero ya nadie me saca de la cabeza que fue un ave negra de mal agüero la que cantando desventuras se metió sin anunciarse en mi cama. Ahora nada de eso importa, lo único que importa es que fue esa noche, la noche del jueves, cuando nos abandonaste.

Yo dormía frente al mar Caribe, a 1479 kilómetros de Oaxaca, y me acecharon espeluznantes quimeras; tal vez porque te estabas yendo o tal vez porque ya te habías marchado. Seguramente salías arrastrando contigo todo tu bestiario de bichos raros y álbumes de zoología, mitad hombres, mitad monos, siempre monos, pero también lagartijas, grillos y serpientes, pulgas, cigarras y escorpiones, avispas, pájaros y peces, krákenes, vampiros y caballos.

Esa noche fue una pesadilla sin tiempo, atiborrada de vacíos, miedos de infancia y, sobre todo, cargada de esa tristeza infinitamente triste que le hace sentir a uno una soledad cósmica. Esos eran los símbolos de los que mi nona hablaba cuando la muerte acariciaba de cerca a alguien de la familia o a un vecino. Biterlicia, la abuela analfabeta y sabia a la que yo visitaba de niño en Moniquirá, un pueblecito campesino de Colombia de los tantos devastados por la violencia entre conservadores y liberales, esa violencia ciega que en los años cincuenta se cobró la vida de más de 300 mil colombianos. El pueblo donde mi madre, Priscilla, y yo nacimos, el lugar al que siempre me devuelven los remotos pueblos de Michoacán también azotados por la violencia.

Nunca me atreví a decírtelo, Francisco, me aterraba ver surgir la mueca de desagrado con la que regañabas mi ego cada vez que intentaba hablarte de tí. Por eso te lo digo ahora que estás muerto: más que tu arte – tus pinturas, esculturas, litografías y grabados, y tus luchas culturales y ambientales – lo que más admiraba y lo que más admiro de ti, es a Francisco el Hombre. Me recordabas y me recuerdas a aquel legendario acordeonista arquetípico del Caribe colombiano, aquel Francisco que derrotó al diablo en un duelo, por supuesto habiendo rezado antes el Credo al revés para luego rematarlo entonando el más hermoso vallenato que se haya escuchado jamás. Como él, tú, Francisco, también amansaste a tus demonios mezclando ángeles y diablos, calacas y monos, sapos gordos y perros famélicos, cangrejos inmortales, tortugas purificadoras, caballos muertos y vacas de colores, en una batalla mitopoética sin fin.

Atesoro tu silueta con la boca abierta en ese dibujo con tinta azul, ahora desteñida, que me mandaste en una visita que hice a tu querida Oaxaca. En el dibujo, una flecha sale desde uno de tus dientes (que te habían extraído aquella mañana) y apunta a la palabra “fuera”. Rodeando a tu perfil se lee: “Estimado Omar no podre estar con uds estoy mal me estan arreglando la boca realmente lo siento sobre todo hoy que hay comida de la tierra tu amigo Toledo”. Así, sin puntuación, ni mayúsculas, ni acentos. A cambio nos enviaste a esa calandria zapoteca que nos embrujó a todos con sus canciones de la tierra mientras entre mescales vimos como el atardecer se moría una vez más en Santo Domingo.

No nos vimos más de diez veces y fueron menos de cinco las que hablamos por teléfono durante los 13 años desde que, a regañadientes, aceptaste ser mi consejero en el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF). Pero siempre te sentí mi amigo, y creo que, tal vez, solo tal vez, tú también me sentiste cerca. O así me engaño yo mientras hoy, a una semana de tu partida, escribo estas líneas y hago recuento de todos los abrazos generosos y estrechos que nos dimos durante mis visitas y releo tus cartas de puño y letra que finalizaban con un “tu amigo, Toledo” o “saludos a tu familia istmeña”. Esa familia de Josefina la abuela, Cotito la tía y las Patricias, madre e hija, las otras maravillosas mujeres que me han iluminado la vida y gracias a las cuales pude conocerte a ti y adentrarme en la magia cautivante del Istmo de Tehuantepec, el Macondo mexicano.

Me despido, Francisco, evocando tu respuesta del 2012, cuando amenazaron con matarte por segunda vez ese año: “Omar estamos bien los que necesitan protección son los monos de Mazahua y Mazahuito”. Palabras que te pintan de cuerpo entero. Así como también te define esa fotografía de Mosiro ( https://www.facebook.com/triquisdechicahuaxtla/posts/2413550822301008 ), una comunidad Masái de Kenia, en la que ocho niños y una cabra sonríen a la cámara frente a cuatro palabras escritas en la tierra con mazorcas: Esiai Sidai Maestro Toledo, Buen Viaje Maestro Toledo.

Empieza el duelo y la añoranza. Adiós Francisco el Hombre, el incondicional de los monos y los bichos, el hacedor de sueños y el hermano del sol, la luna y las estrellas.

Científico y ambientalista Twitter: @ovidalp

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