Anita viste un uniforme grisáceo, es una joven grácil en cuya faz se asoma una nariz chata y recta, unas mejillas bermellón y una mirada pícara, su rostro híspido trasluce dolor y alegría, bajita de estatura, cumplió el marzo pasado, apenas 18 años.

Por Daniela Cristóbal y Antonio Amador
 

La joven actualmente purga condena por homicidio en el Centro de Internamiento para Adolescentes en Nuevo León, originaria del Municipio de San Pedro Garza García, desde niña se involucró en un contexto delictivo, su mamá era distribuidora al menudeo de marihuana, y su tío, gatillero del Cártel del Golfo.

Anita escasamente tenía ocho años, cuando su madre fue ejecutada afuera de su casa, lo que devino, entre otros factores, que ella paulatinamente comenzará su carrera delincuencial. Elucubra: “primero fui vendedora, luego informante, luego halcona y, a los 14 años, ya era sicaria”.

Cuando la policía de investigación local la detuvo, su currículum delictual ya era amplio “En mi primer homicidio me dieron una magnus 38… me ponían pruebas para que no me fuera a peinar -escapar-…entré al bar y a un vato que estaba sentado en la barra le vacié el arma, cuando los de investigación me detuvieron ya me había echado más o menos como a unos trece”.

La relación que algunas familias mexicanas tienen con prácticas delictivas y el impacto de estas en la vida de los menores poco se ha estudiado. El reclutamiento, el enganche y la participación de niñas, niños y adolescentes (nnya) en familias delictuales es un problema multifactorial que se colocó recientemente en la agenda pública.

La dinámica de convergencia delictual en la que participan familias con un estilo de vida sustentado en la ilegalidad se relaciona con al menos cinco dimensiones. La primera dimensión es la interacción familiar, en la ruleta de la vida uno no elige donde nacer, y corresponde a nichos donde lo ilegal es la norma y lo legal lo anormal. Hogares donde priman aprendizajes, valores y lealtades primordiales con el grupo, a la luz de lo ilegal. Dentro de esta primera dimensión la pertenencia en sí misma es la que configura un elemento sustancial en la noción delictual de sus integrantes.

La segunda dimensión es la geográfica, en la cual convergen las divisiones territoriales delictuales y donde existe la posibilidad de que la familia, por el simple hecho de ubicarse en determinada latitud, frontera o plaza del país, se involucre en prácticas delictivas.

La tercera dimensión es la cultural, en la cual está presente no solo un estilo de vida y una forma de consumo, tanto simbólico como económico, sino también la continuidad intergeneracional, conectada con la identidad, la emulación y el prestigio. La cuarta dimensión es la emocional, a saber: los motivos, las expectativas de vida, los ribetes presentes en la pertenencia al grupo y, la última dimensión, corresponde al contexto social, en esta última se enlista la violencia, la delincuencia, el consumo de sustancias psicoactivas y el acceso a armas.

Las dimensiones que subyacen el fenómeno del reclutamiento y utilización en familias delictivas convergen en la cotidianidad, es, en fin, una de las cruentas, inseguras y desgarradoras ventanas del abismo en el que puede ser arrojado un niño, una niña o un adolescente en México, cuyo análisis y consideración abonaría en la elaboración de políticas públicas con perspectiva de infancia y familia.

Investigadores del Observatorio Nacional Ciudadano
@dani_cristob @ant_amar


 

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