Seguramente fueron muchos los abogados que sintieron un profundo estupor cuando escucharon decir al Presidente de la República, dirigiéndose a los ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación: “Y no se me salgan con que la ley es la ley…”.

Pues sí, señor Presidente. La ley es la ley, de la misma forma en la que usted es Presidente y en que cada día sale el sol. Así de simple es el mundo.

Intentar entender la frase del Presidente nos llevaría probablemente a tener que tomar un curso de lógica de nivel secundaria, ya que parece alejado de todo rigor conceptual el sostener que una cosa no es lo que es. Por ese tipo de afirmaciones es que uno se pregunta cómo es que ciertas personas aprobaron el bachillerato y pudieron llegar a la universidad (o cómo es que fueron perdiendo sus capacidades de pensamiento a lo largo del sinuoso camino de la vida).

Pero no nos detengamos en el terreno del pensamiento lógico, puesto que ya sabemos que ese no es el fuerte de nuestro Presidente. Vayamos mejor al fondo e intentemos entender su frase. ¿Qué quiere decir un político cuando le advierte a un tribunal (y no cualquier tribunal, sino el del máximo nivel jerárquico en el país), que los argumentos de mera legalidad no son válidos?, ¿lo está invitando a que no tome en cuenta la ley?, ¿le está sugiriendo a la Suprema Corte que haga a un lado el fundamento de su propia legitimidad (la de la Corte y también, cabe recordarlo, la del mismo Presidente) para aplicar una especie de “justicia divina”?

Quizá haga falta volver a repetir lo obvio: en el Estado constitucional de derecho hay órganos que crean las normas jurídicas, órganos que deben aplicarlas a través de políticas públicas, procesos jurisdiccionales o actos ejecutivos, y otros órganos que se encargan de revisar que toda la normatividad se ajuste al referente final del sistema jurídico que está integrado por la Constitución y los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Así funcionan las cosas.

Puede ser que ese entramado no le guste a ciertos políticos. Quizá resulta que, ya cuando se está en el ejercicio del poder, las restricciones que suponen cumplir con las normas, observar de manera puntual las leyes, tener que acatar lo que dispongan los tribunales, sea incómodo. Sobre todo cuando el que tiene esa responsabilidad se ha mostrado alérgico desde hace ya muchos años a cualquier cosa relacionada con la legalidad. Pero el deber de todos los demás es recordarle que, en efecto y aunque le disguste, la ley es la ley. No solamente puede ser otra cosa, sino que su carácter obligatorio no es negociable y por tanto se debe cumplir sin excusas ni demoras.

El problema de fondo es que cuando desde los poderes públicos de diversos niveles de gobierno (incluyendo a titulares de poderes ejecutivos locales y a legisladores que todavía no han descubierto que en México rige un ordenamiento constitucional del cual desconocen hasta el ABC), se confabulan para desconocer el contenido de las normas jurídicas, nos estamos acercando de manera peligrosa a un rompimiento abierto de la base misma del Estado constitucional de derecho. Es un escenario lleno de riesgos y que nos asoma a abismos históricos que ya deberíamos haber superado hace mucho tiempo.

Lo raro es que no entiendan que, incluso como estrategia política, lo mejor que pueden hacer es cumplir y hacer cumplir la ley. La razón es muy sencilla: hoy están en el poder, pero mañana pueden no estarlo y entonces la legalidad los protegerá también a ellos, aunque la hayan despreciado de forma continuada durante su efímero paso por los órganos públicos. La legalidad es un terreno que protege a todos, sean del partido que sean y piensen de la manera que piensen.

Pero, además, cabe recordar que el ejercicio de la política supone también una responsabilidad ejemplar. Es decir, los políticos deben tener una conducta que sirva de ejemplo a los demás, que se convierta en el referente ético de la sociedad, que motive a todos a superarnos en la protección de nuestros valores comunes. Cuando se invita a un grupo de juzgadores a desconocer la ley, no se está poniendo ningún buen ejemplo, sino todo lo contrario.

Sabemos que el personaje en cuestión no es de aquellos que suele rectificar sus posturas. Será difícil que lo haga, a estas alturas de su vida. Pero mientras sigue en esa senda equivocada, ayudemos a que no nos arrastre a los demás: reivindiquemos la legalidad como marco de nuestra convivencia en común y como aspiración permanente del país con el que soñamos.

Abogado constitucionalista
@MiguelCarbonell

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