Nací en Uruguay y cuando los niños jugaban con aviones de juguete, yo jugaba con los de verdad porque mi padre era aviador naval y me llevaba a volar una o dos veces por semana. En la secundaria fui dos años a un colegio militar, pero afortunadamente no pude seguir sus pasos por la miopía de mis ojos. En esos años, el hombre llegó a la Luna y así como ahora la mayoría de los adolescentes varones quieren ser jugadores de futbol famosos, antes todos queríamos ser astronautas.

En la preparatoria estaba realmente perdido y como no podía volar, no sabía qué carrera elegir. Fue un profesor de química que hizo una pregunta inquietante que me cambió la vida. Preguntó: ¿Por qué se seca la ropa si la temperatura nunca llega a los 100°C para que el agua se evapore? A mí me dio mucha bronca no haberme hecho la pregunta antes y peor, no tenía ni idea de la respuesta. El profesor, al que yo veía como un viejo, seguramente no tenía más de 40 años, de pelo largo y vestir florido, con moto enorme, en realidad era un hippie de los 70, que sabía de mi indefinición. Al ver lo desesperado que estaba por entender este misterio de la naturaleza, me sugirió que estudiara una ciencia dura, algo que nunca se me había pasado por la cabeza.

Estudié física en La Plata, una ciudad universitaria a 60 km de Buenos Aires en Argentina, durante una dictadura militar que me hizo apreciar la importancia de la libertad.

Viví en varios lugares y países, conocí muchas culturas y en 1990 vine por un año a trabajar a la UNAM, invitado por un mexicano que conocí en Colorado cuando estaba haciendo un posdoctorado. Si bien en ese entonces yo trabajaba en láseres de rayos X para la “guerra de las galaxias”, después trabajé en California, con técnicas para destapar arterias, detectar y curar cáncer con láseres, experiencias que inicialmente continué en México. Era algo que estaban interesados en desarrollar en el aquel entonces, “Centro de Instrumentos”, donde me habían invitado.

¿Por qué México? Yo sentía que podía ir a cualquier parte, pero México para los sudamericanos tiene algo muy especial. Fue el único país latinoamericano que acogió a los exiliados y sólo ese hecho hacía que lo viera distinto a los demás ofrecimientos.

Al principio me fue muy mal, desde un robo total de la casa hasta que a mi esposa en ese tiempo no le revalidaban el título de médico, al punto de que se fue a Estados Unidos por un tiempo. Yo me empeciné en lograr algún resultado para no sentir el fracaso, y como México es tan lindo, variado y diferente a todo, sumado al clima benigno y a la calidez de la gente, con la fuerza y el entusiasmo de la juventud y lo poco que se necesita para ser feliz, recorrimos casi todo el país y me dediqué a echarle ganas a esto de la ciencia y la tecnología en el tercer mundo, comenzando de cero porque no había nada.

Comencé entonces como investigador a trabajar en el entonces Centro de Instrumentos, que después cambió de nombre a Centro de Ciencias Aplicadas y Desarrollo Tecnológico y que actualmente es el Instituto de Ciencias Aplicadas y Tecnologías (que cumple 50 años) y di los primeros cursos de láseres en la Facultad de Ciencias. La docencia para mí es muy importante, me encanta dar clases y siempre he creído que es la forma más directa de devolverle a lo sociedad todo lo que me ha dado.

Viví muchos años a 50 metros de la entrada de la UNAM, por Copilco, por lo que CU era como el patio de mi casa, con alberca olímpica, bosques para pasear a los perros y muchas actividades para mis hijos, como el ballet, la gimnasia, los Pumitas y los cursos de verano.
Cada día que entro en CU desde hace 30 años, me regocijo de trabajar en un lugar tan lindo y lleno de posibilidades, sobre todo, a nivel académico. En pocos lugares del mundo puedes tener a dos premios Nobel hablando simultáneamente de cosas diferentes y a menos de cinco cuadras de distancia.

En investigación sigo con los láseres que me han permitido ganarme la vida y que como se usan en muchos campos de las ciencias, he trabajado en distintas cosas, que van desde construirlos, estudiar problemas de contaminación, hacer nanopartículas, crecer películas delgadas y medir el contenido de agua en plantas hasta la simulación en laboratorio de jets astrofísicos. La mayoría de estos trabajos fueron en colaboración con estudiantes y colegas que conocí en la UNAM. Gente increíble, que ha moldeado mi vida en todos los sentidos y me ha hecho ir por caminos inimaginables, tanto a nivel de mi trabajo como en la vida misma. Por ejemplo, hace más de 20 años conocí a Rafael Navarro González, un biólogo brillante, que hizo un doctorado en química, lamentablemente fallecido este año, que quería simular relámpagos naturales con láseres. Además de colaboradores en un inicio, pronto nos hicimos amigos y ahora, con su hija bióloga, Karina, simulamos el impacto del meteorito en Chichulub, que causó una gran extinción de vida en la Tierra hace 66 millones de años.

También aquí, en la UNAM, hace 15 años conocí a mi actual compañera, que es investigadora en física en otro instituto, y si bien no trabajamos en lo mismo y en general hablamos poco de trabajo, siempre le digo que “hay muy pocos hombres que la puedan entender tan bien como yo” (por esto de la física y las matemáticas).

Mirando para atrás, mis primeros alumnos de los cursos de láseres hoy son los que los imparten en licenciatura y en diferentes posgrados. En investigación, tenemos un grupo grande, con muchos equipos y técnicas láser, donde además de trabajar solucionando problemas de nuestro entorno, nos divertirnos y se han formado decenas de estudiantes de grado y posgrado.

Hace 30 años vine a México por un año, es el país donde más tiempo he vivido y donde la he pasado mejor, por eso es que de aquí no me voy más. En la UNAM encontré mi lugar en el mundo.

Investigador del Instituto de Ciencias Aplicadas y Tecnología

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