La palabra responsabilidad tiene muchos usos, pero en México suele entrelazarse con la palabra culpa, lo que produce una ambigüedad lamentable. En principio, es responsable —cito el diccionario de la RAE— “quien está obligado a responder de algo o por alguien y quien pone cuidado y atención en lo que hace o decide”. Es responsable la persona que asume la dirección y la vigilancia de una tarea colectiva y lo hace bien; en contraposición, “es irresponsable quien toma decisiones importantes sin la debida meditación” y —añado— sin considerar las consecuencias negativas de sus acciones.

La responsabilidad alude, de otra parte, a la obligación de pagar las consecuencias de un yerro, de una culpa o de un delito. Así que escuchamos, con mucha frecuencia, que se “deslindarán responsabilidades” como una acción deliberada en la que, en rigor, alguien dotado de autoridad se propone buscar culpables e imputar faltas o delitos por un hecho que ha causado daño a terceros. En este sentido, asumir la responsabilidad no equivale a responder con orgullo por los resultados logrados en representación de otros sino a cargar con la culpa. De modo que en la práctica muy pocos quieren ser responsables y casi nadie asume su responsabilidad.

La ambigüedad de esa expresión ha recorrido toda la historia. Pero fue hasta la primera confección de las monarquías constitucionales que dominaron el mundo occidental a finales del Siglo XVIII y principios del XIX, cuando se discutió hasta la saciedad si los reyes debían ser responsables de la conducción del gobierno o asumir solamente la representación simbólica del Estado. No era una cuestión sencilla: para ser responsables, debían conservar el poder de tomar decisiones; y si no tomaban decisiones, entonces debían ser eximidos de toda responsabilidad. En la mayoría de los casos, se optó por la segunda fórmula: los reyes reinaban pero no gobernaban, de modo que serían formalmente irresponsables de cualquier cosa que sucediera. Los responsables serían otros: los poderosos de turno; los que sí podían decidir.

Esa fórmula derivó en el principio de legalidad: los gobernantes no podrían decidir lo que les pegara la gana; sólo podrían (y deberían) ejercer las facultades expresamente otorgadas por las constituciones. Desde entonces y hasta la fecha, gobernar ha significado tomar decisiones a nombre de otros, pero también responder por las consecuencias de esas decisiones. Sin lugar a dudas, la tarea primigenia del gobernante es asumir la responsabilidad, para bien y para mal. Quien decide responde: así de simple.

Pero no. En el mundo de nuestros días, la ambigüedad de esa palabra se ha trasladado a la práctica política cotidiana: los gobernantes prefieren eludir la responsabilidad que asumieron con el poder que les fue concedido, para buscar culpables de los problemas que los agobian y los rebasan. Y los encuentran: siempre encuentran a quien imputar las causas de sus desdichas ya en el pasado o ya en el cuarto de junto, porque el poder también sirve para reinterpretar la historia. Buscar responsables se ha convertido, así, en el hilo conductor de todas sus impotencias; de lo que no se resuelve o se arregla mal: si algo fracasa, si no funciona, si empeora o estalla, su respuesta consiste invariablemente en culpar a otros.

Con todo, la responsabilidad es inexorable porque está atada al poder, que nunca perdona a quien lo ostenta. Nadie puede eludirla y nadie puede escapar de sus consecuencias. Por eso Aristóteles aconsejaba prudencia: no mirar obsesivamente hacia atrás sino hacia adelante: huir de los abismos de la temeridad y la cobardía y aprender a mirar más lejos para ir pavimentando el camino que está por venir, en vez de empedrarlo. Porque la responsabilidad no es de otros.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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