Decía Nietzsche que se puede vivir sin recuerdos, pero no sin olvidos. Sin olvido viviríamos en una suerte de película en donde reproduciríamos –continuamente, sin parar, en una especie de reproducción total y continua– todo lo que nos ha sucedido a lo largo del tiempo y, como Funes el memorioso, perderíamos humanidad: no podríamos pensar ni imaginar, sólo espejear el pasado y proyectarlo en el presente.

El olvido está ligado con la memoria. La memoria, contrario a lo que comúnmente se piensa, no se constituye de un retrato fidedigno del pasado, sino de una continua reinterpretación de nuestro decurso vital. Suceden hechos en el mundo y nosotros los proveemos de significado, los acontecimientos llegan desnudos y nosotros los arropamos de cierta forma de acuerdo con nuestro presente y proyecciones futuras.

Esto que aplica a los individuos también sirve a las comunidades. Lo que se denomina “memoria histórica” es ese ejercicio colectivo en donde decidimos qué olvidar, y por lo tanto, qué recordar. Como es ejercicio colectivo, entonces, deviene en político y, de ahí, como dice Carlos Peña, que cada Estado tenga e implemente una “política de la memoria”. Serán ese conjunto de políticas impulsadas por los agentes del Estado las que integren y organicen lo que ocurrió en una serie de eventos unidos por cierto significado.

Así, existen dos tipos de políticas de la memoria: de recuerdo y de olvido. Así como en el plano individual decidimos olvidar algo –un dolor muy intenso, un suceso trágico– para seguir con nuestras vidas, también los Estados deciden que hay sucesos cuya voz histórica deben silenciar. Sin embargo, todo olvido se ata a un recuerdo. Así, cuando se decide olvidar algo, se decide también recordar otra cosa relacionada con eso que se olvida. Esto quiere decir que hay una reflexión subyacente sobre qué merece la pena ser rememorado y qué enterrado bajo la arena del pasado.

Las políticas del recuerdo obedecen, casi siempre, a un valor o principio moral que las irradia. Ejemplos sobran: los museos de la memoria, los monumentos erigidos para conmemorar cierta fechas y sucesos, las leyes que prohíben el negacionismo, todo esto con el propósito de recordar y preservar los rastros de aquello que nunca más debe suceder. Esto, como es fácil detectar, implica una toma de postura normativa frente al pasado, implica juzgarlo moralmente.

Traigo esta disquisición a colación por la reciente conmemoración oficial sobre la caída de Tenochtitlan. Hace unos días vimos en México el encuentro de tres visiones sobre el pasado. La plasmada en los libros de texto que mi generación y las anteriores estudiamos. Bajo esa visión fuimos “conquistados”, sí, pero después vino el mestizaje y el nacimiento de lo que hoy conocemos como México. Otra versión, propia de la historiografía versada (plasmada en el último número de la revista Nexos), presenta una historia mucho más compleja, llena de matices, de complejidades, donde no se trató de una conquista sino de una guerra de los mexicas contra una “alianza interétnica” (99% mesoamericanos y menos de 1% españoles). Y la versión hoy oficialista, en la cual lo que pasó no fue ni conquista, ni guerra, sino un acto de resistencia de los pueblos mesoamericanos en contra del poderío español.

La primera visión simplifica la historia y da pie a ciertos prejuicios (la superioridad del español), pero encontró en el mestizaje una forma de incluir a todos los mexicanos. La última, la hoy oficial, aduce a que más bien se trató de una guerra de resistencia, resistencia de los pueblos mesoamericanos en contra de los conquistadores españoles hambrientos de poder y riqueza. Aquí hay dos bandos: los opresores y los oprimidos. La visión historiográfica versada toma una posición crítica, tratando de dilucidar qué fue lo que realmente pasó y así posicionándose de forma reflexiva ante el pasado.

Las tres visiones tienen implicaciones políticas. Por tanto, las preguntas que nos tenemos que hacer son, ¿cuál de estas tres concepciones se apega más a la realidad y nos libera de algo fundamental: la capacidad de seguir dañándonos como sociedad?, ¿cuál nos permitiría “retener los hechos, pero diluir su dolor”?

Yo me adhiero a la versión crítica porque subraya la complejidad, los matices y la pluralidad: niega los absolutos. Así, en palabras de Peña, podríamos someter ese pasado al “diálogo, juzgarlo desde el horizonte de futuro con que hoy en día contamos y así reelaborarlo, en el entendido de que reelaborar el recuerdo no es borrarlo de nuestra memoria, sino simplemente privarlo de su capacidad destructora. Solo sobre la base de esa elaboración parece posible el perdón, ese nuevo inicio que, como enseña Hannah Arendt, es una de las formas más radicales de la libertad humana”.[1]

(Esta columna volverá a este espacio el jueves 2 de septiembre)

@MartinVivanco
Abogado y analista político

[1] Peña, Carlos. (2019). El tiempo de la memoria. Penguin Random House, p. 185.

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