La semana pasada se debatió mucho sobre Morena: si tiene dos Presidentes o ninguno; si fue legítima su convocatoria al Congreso General; etcétera. Muchos de los debates terminaban con la aseveración de que, al final, AMLO resolvería la disputa interna. A pesar de que una y otra vez el Presidente ha dicho que la nueva “línea es que no hay línea” y que no intervendrá en el proceso, muchos comentaristas dan por hecho que lo hará. Pero yo síle creo al Presidente por una sencilla razón: su poder depende de la debilidad de Morena. Me explico.

Estamos acostumbrados a pensar que los partidos políticos son vehículos a través de los cuales se estructura el poder político. Éstos compiten entre sí en una elección y se conforma un gobierno. El ganador puebla las estructuras del mismo y los perdedores conforman la oposición. Y hay una dialéctica entre ellos, una forma de actuar conjunta, donde se reparte la responsabilidad política de gobernar. La política vista así es deliberación, negociación, reconocimiento. No quiero decir que la realidad siempre haya reflejado esta forma de actuar, sino simplemente que esta es la idea predominante – la forma típico ideal, dirían los filósofos- que sobrevuela la concepción de la democracia representativa.

En el trasfondo de esta forma de pensar se encuentran algunas reglas no escritas. La primera es que los partidos representan, precisamente, una “parte” y no el “todo” de la sociedad –de ahí la etimología de la palabra “partido”. Subyace, también, una sociedad pluralista, en donde palpitan múltiples planes de vida e ideales de excelencia, lo cual hace el mundo de lo político algo complejo, dinámico, fragmentado. Precisamente para ordenar ese mar político existen las ideologías partidarias. Serán éstas las que ordenarán ese océano que se presenta como caótico: entre izquierdas y derechas, liberales y conservadores, progresistas y retrógradas. Y será la representación política la que proyecte esa pluralidad en la esfera pública.

La segunda es que la idea de “partidismo” –es decir, de tomar partido- se refiere a una forma de acción inscrita en un espacio específico y limitado . Es específico porque ese espacio se comparte con las demás partes, es decir, con los partidos de oposición. Es limitado por la temporalidad consustancial al poder democrático: cualquier mayoría, no importa su tamaño, eventualmente podrá trasmutar en minoría. Esto deriva en una forma pragmática de hacer política: una que no ahogue al adversario, porque uno no querría que el adversario, eventualmente, lo ahogara a uno.

AMLO no se siente cómodo con estas reglas y de ahí su desdén a Morena. El Presidente no habla por una “parte” de México, sino por el “pueblo”, ese sujeto colectivo que se construye discursivamente. Y el pueblo representa al “todo”: ese todo bueno, verdadero, incorruptible. De esta forma de concebir el mundo de lo político deviene una transformación –como bien dice Nadia Urbinati- de la idea misma representación política: ésta pasa de ser una de mandato, a una de encarnación. La representación como mandato implica una distancia y diferencia entre el soberano –el pueblo- y el gobierno. Estas dos cualidades permiten que el tiempo sea un factor fundamental en el proceso de toma de decisiones colectivas; dando paso a la reflexión, la oposición, el debate. La representación como encarnación no permite esta distancia ni diferenciación. Es el líder quien encarna al “pueblo”, y el pueblo es el “todo” de donde emana la verdadera soberanía popular.

Y eso le funciona muy bien al Presidente: la identidad construida entre el pueblo y su figura le permite tomar decisiones intempestivas en nombre de éste y alimentar constantemente las expectativas de sus militantes para estar en una suerte de campaña electoral permanente. Al encarnar al pueblo él, y sólo él, moldea el espacio público, de forma directa y constante, sin el estorbo de intermediarios. Intermediarios que van desde la burocracia tradicional, la sociedad civil, los demás poderes del Estado y, claro, los partidos políticos, incluyendo el suyo.

Por eso Morena le importa poco. Institucionalizar su movimiento sería autoimponerse una camisa de fuerza. Tendría que actuar de forma coherente conforme a una ideología –que hoy no tiene: lo mismo actúa como una persona de derecha o de izquierda, dependiendo del tema. Lo llevaría a atemperar las críticas a sus adversarios, porque les tendría que reconocer una legitimidad igual que la suya. Debería ser pragmático y ceder en algunas de sus políticas en beneficio de la oposición. Y lo más importante, debería renunciar a encarnar ese “todo” bueno que lo mantiene cercano, popular y muy, muy, poderoso; y creo que pocos políticos renunciarían a tanto poder.

Fortalecer a Morena sería debilitar la figura que AMLO se ha construido. Y él lo sabe.

@MartinVivanco

Google News

TEMAS RELACIONADOS