El último lunes de agosto, día 28 para mayor precisión, dio inicio algo más que un nuevo ciclo escolar en el ámbito educativo mexicano: la estrategia pedagógica derivada del marco curricular propuesto como parte de la Nueva Escuela Mexicana, se echó a andar.

Fueron muy intensos, aunque poco fértiles, los debates públicos previos en torno a la propuesta de la actual administración. Salvo casos contados, predominaron intercambios de adjetivos en un campo discursivo marcado por la polarización: de un lado nosotros, los que tenemos la razón —elija usted el suyo— y del otro los que carecen de ella en términos absolutos. Todo o nada.

Mientras ocurría esa batalla a pedradas en el terreno de la opinión publicada en los medios y por todos los medios, a nivel de cancha, en las decenas de miles de escuelas de educación básica en el país, situadas en contextos diversos, los Consejos Técnicos Escolares se afanaban por interpretar, con los instrumentos a su alcance, la partitura general dispuesta por las autoridades educativas federales. En los términos que hoy se usan, ocurrió el proceso de contextualizar los contenidos sintéticos con el fin de diseñar los programas analíticos con los que se trabajaría en el porvenir.

Hace tres semanas ya, existen diversos procesos formativos en las aulas y escuelas y, por supuesto, es muy temprano para hacer un balance, pero no es temprano, sino urgente, que se registren con detalle las formas de trabajar e intentar un cambio tan hondo como el que se postula: una educación activa, orientada por la generación de proyectos de aula y escuela, que no separan el aprendizaje por asignaturas aisladas, sino que las encuentran en, y por, su convergencia en situaciones que sean de interés para quienes están en las distintas fases de su tránsito escolar.

Llevar un registro de los problemas, aciertos o fallas que son inevitables en las diversas experiencias cotidianas, se convierte en un material imprescindible para la valoración de las bondades y límites de la nueva forma de organizar los procesos de aprendizaje.

Y es que es ahí, al ras del salón de clases, en medio de las reuniones entre colegas, atentos a los cambios y continuidades en las formas de trabajo con las y los directores, así como con quienes asesoran pedagógicamente al personal docente o lo supervisan, donde será posible aquilatar si la vocación por el cambio ha predominado sobre la inercia, o si la continuidad de los hábitos de lo que ya se sabe hacer, y es confortable, ha impuesto su lógica y el cambio se reduce a otro vocabulario para dar cuenta de lo mismo.

Ese es el espacio de la práctica, de donde surgirán elementos a atender, más allá de las creencias, para intentar lo que los adjetivos impidieron: pensar y dialogar con elementos sustantivos con el fin de avanzar en lo que vaya resultando alentador en el aprendizaje, y modificar lo que sea preciso en los planes y modalidades que teóricamente eran esperables y no resultaron así.

El futuro de una discusión productiva sobre la educación en la república, mucho tendrá que ver con la recopilación de testimonios detallados de los procesos en curso: es imprescindible contar con esos relatos que, desde abajo y en la siempre complicada labor de generar ambientes de aprendizaje, arrojen luz para evaluar lo sucedido, lo que en buen gerundio se capte de lo que va pasando, con el fin de mejorar lo mejorable, deshacer mitos, calibrar la fuerza de los ritos y recuperar la voz del magisterio, el alumnado y las familias: ojalá.


Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.

@ManuelGilAnton


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