Escuchaba el día de ayer en una conferencia con expertos en América Latina, que algo en común entre los países de la región en los que se considera más exitosa la estrategia para enfrentar el COVID 19 es que, todas las decisiones importantes adoptadas por los gobiernos, han sido consultadas y consensuadas con los principales actores en los ámbitos político, económico y social. Es el caso de Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Costa Rica.

Me apena decirlo –decía uno de ellos– pero todo parece indicar que los casos peor manejados corresponden a los dos grandes de América Latina: Brasil y México. El presidente Bolsonaro ya esta en guerra con los gobernadores, con su congreso, con las organizaciones sociales y hasta con su secretario de Salud. Su política irreflexiva y voluntarista ha hecho del manejo de la crisis un caos.

Resulta interesante que a pesar de las aparentes diferencias ideológicas entre Bolsonaro y López Obrador, su estilo personal de gobernar sea tan similar. Para ambos la palabra del presidente es ley y todos se deben ajustar a ella, sin cuestionar y sin objetar.

En los regímenes autoritarios la legitimidad del monarca se fincaba en los designios divinos. Frente a la inminencia de la revolución rusa, el Zar Nicolas II se rehusó a escapar de Rusia convencido de que su estatus de monarca bendecido por Dios lo hacía intocable. Y la dinastía Romanov desapareció del mapa. A partir de Juárez, que instauró un gobierno secular, la legitimidad por designio divino está descartada en México

Las democracias modernas, a pesar de todos los defectos que puedan tener, se sostienen gracias a los acuerdos entre gobernantes y gobernados a partir de reglas que aplican a todos. Pero también existen las reglas no escritas que proscriben, en la práctica, el monopolio del ejercicio del poder. En esta lógica, quien no comparte el ejercicio del poder está destinado a perderlo. Ni Dios, ocupado en otros asuntos; ni el pueblo, ocupado en sobrevivir, lo pueden evitar.

Cuando a la ignorancia se suma la arrogancia en el ejercicio del poder, el escenario empeora para quien lo ejerce, pues esta es la entrada al mundo de las emociones, tierra fértil para que las semillas del rencor y la venganza florezcan. Ya lo decía Sun Tzu “tu adversario puede aceptar la derrota, pero jamás te perdonará la humillación”.

Y si la naturaleza humana no perdona ciertos pecados, la naturaleza a secas resulta implacable. El coronavirus no sabe de 4T ni de líderes impolutos. Los arrasará igual que a cualquiera que no lo respete. El costo de menospreciarlo es altísimo.

Su poder es tan grande que ningún gobierno lo ha podido evitar, ni destruir, a lo más que aspiran es a contenerlo y a que desaparezca lo más pronto posible. Peor aún, su poder de destrucción es omnipresente en las sociedades humanas, pues además de feroz asesino, deja una estela de desolación con enormes y duraderas consecuencias.

Varios hechos quedan claros. El presidente sólo trabaja para sus ideas y sus proyectos, que dejan fuera a los sectores más dinámicos de la sociedad. Segundo, el presidente ni corrige ni rectifica, ni siquiera frente a una amenaza que ha mostrado ser infinitamente superior a él. La soberbia y la arrogancia lo obnubilan. Tercero, conclusión, seguir al presidente es camino seguro hacia el precipicio. Es una tragedia que frente a una crisis de esta magnitud no contemos con un presidente capaz de hacerle frente.

La esperanza radica en que somos 127 millones de mexicanos y que, entre ellos, habrá muchos que reconozcan la realidad, los riesgos y actúen en consecuencia para reencaminar poco a poco al país. Tiempos muy complejos nos esperan.

lherrera@coppan.com

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