La mayoría de las personas sufren y conviven con obsesiones. Los políticos más. El presidente Andrés Manuel López Obrador no es la excepción. Su discurso, acción política y forma de gobierno desnudan una serie de obsesiones y sesgos ideológicos. Dos de ellas van a marcar su sexenio. Una, del pasado, referente al resultado de 2006 cuando perdió en una apretada jornada electoral contra su némesis, Felipe Calderón. La segunda, relacionada con la probabilidad de que Morena pierda la elección de 2024. Ni en sus peores pesadillas AMLO se ve pasándole la banda presidencial a un candidato de la oposición.

Mal encausadas, las obsesiones pueden tornarse muy costosas para el sujeto que las padece, pero también para su entorno; en este caso, para el país en su conjunto.

Es claro que el presidente no olvida, y menos perdona, los acontecimientos del año en que perdió la elección. En ningún caso puede asumir su papel en la derrota (radicalización en media campaña y ausencia en el primer debate), mientras que asigna el resultado a una conspiración: del candidato ganador apoyado por empresarios, líderes magisteriales, el Instituto Federal Electoral, el Tribunal Federal Electoral y antiguos aliados que lo hubieran traicionado. Al partir de la premisa de la superioridad moral del movimiento, sólo se puede lógicamente concluir que la victoria era inevitable y la derrota imposible en un proceso electoral limpio.

El cuestionado resultado electoral fue costoso para el país: llevó a una toma de varios meses del Paseo de la Reforma y del centro histórico que impactó las condiciones de vida y trabajo de millones de capitalinos y a casi impedir la transición pacífica y democrática del poder. Deslegitimó el proceso electoral y a su árbitro, orilló a una agenda defensiva por parte del gobierno en turno que, antes de proponer cualquier proyecto, evaluaba cómo reaccionaría y qué haría AMLO, que se presentaba como presidente “legítimo”, resultó en una contrarreforma electoral contraria a la libertad de expresión e impuso tareas en contra de la naturaleza de un órgano electoral. Las consecuencias todavía se resienten hasta ahora: la probabilidad de sufrir investigaciones o acoso oficiales, o de aparecer en la mañanera, es mucho mayor si la persona es considerada partícipe, directa o indirecta, en la supuesta conspiración de 2006.

Doce años después, el candidato López Obrador ganaría con un amplio margen y respaldo ciudadano muy superior a lo que él mismo pensaba posible. De haber gobernado en 2006-2012, lo habría hecho sin mayorías en las cámaras y con toda suerte de contrapesos, pero sin obsesiones. Fue la victoria contundente de 2018 la que permitió vislumbrar no tanto un gobierno de alternancia, sino una cuarta transformación para la que no se había hecho campaña. Esta merecida victoria electoral sólo hizo que se consolidara la idea de superioridad moral y la imposibilidad de la derrota que ahora son semilla para la obsesión de 2024.

Desde la toma de posesión el presidente presentó lo que él considera como un gran proyecto de transformación, profundo e irreversible, que consolidaría en los primeros dos años e implementaría en los siguientes cuatro. Dedicó el primer tercio del sexenio a imprimir en el consciente colectivo que la transformación era profunda y a concentrar el poder para volverla irreversible.

Por esta razón, el parcial revés electoral que sufrió el 6 de junio pasado caló tan hondo en el ánimo presidencial, en especial por las derrotas en el occidente de la ciudad de México, en bastiones de la izquierda como Coyoacán, Cuauhtémoc y Tlalpan. Por hacer evidente que la irreversibilidad de la cuarta transformación no está asegurada, que es posible perder.

Ello explica por qué, días después de haber perdido la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y de que la coalición gobernante sumara menos votos que el resto de los partidos, anunciara el envío de sendas reformas constitucionales en materia de energía, instituciones electorales y guardia nacional, aun si requieren mayoría calificada en ambas cámaras y para las que ya no tiene mandato. En los tres años que quedan el presidente dedicará su mayor esfuerzo a minimizar la probabilidad de que Morena pierda la elección en 2024. Su preocupación ya no es sólo que la cuarta transformación sea reversible, sino que es todavía necesario consolidarla; no sólo asegurar su permanencia, sino su existencia. El comentario sobre la necesidad de establecer una empresa mercantil para transferir a las fuerzas armadas el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya y el corredor ferroviario del Istmo de Tehuantepec, es revelador: “no aguantan la primera embestida”. Es decir, la cuarta transformación no está consolidada y no es irreversible.

El llamado a la movilización para la posible aprobación de la reforma constitucional energética debe verse en este sentido: llevar la transformación a las calles, donde pertenece, y hacer de la movilización gobierno. La cuarta transformación ya no como meta de llegada, sino como forma de vida.

La pregunta es qué tan lejos está dispuesto a ir el gobierno para asegurar la permanencia de la transformación. En un régimen democrático, son los ciudadanos a través del voto quienes optan por la inclinación ideológica de los gobiernos. En el caso de México, en vista de las desigualdades sociales, económica, regionales, sería lógica la alternancia entre visiones que prometan un futuro mejor y otras orientadas a corregir las fallas del pasado y, en ocasiones, con síntesis de ambas. Es a través del voto y la democratización incluyente de la vida nacional que el país iría encontrando su modelo y ritmo de desarrollo.

Las lecciones de la historia son muy claras: la centralización del poder y la ausencia de democracia resultan siempre en mayor exclusión, mayor corrupción y mayor desigualdad. Una transformación que no apueste a favor de la democracia no merece ese nombre. En ningún caso, Andrés Manuel López Obrador será considerado como un buen presidente si en el afán de preservar su cuarta transformación termina minando la democracia y a las instituciones que la hacen posible y lo llevaron al poder.

Es por ello que debe preocupar que el llamado de algunos líderes de Morena para la a favor de la reforma energética apele al artículo 39 de la Constitución, como amenaza velada para asegurar la irreversibilidad de una manera quizá no democrática. Sería llevar el costo de la obsesión al extremo.

Twitter: @eledece

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