Se suele recordar la frase del canciller prusiano, Otto Von Bismark: “el político piensa en la próxima elección; el estadista en la próxima generación”, para exhortar a quienes se ocupan de la cosa pública, a ver más lejos de sus intereses de corto plazo y hacerse cargo de las consecuencias que en el futuro tendrán sus decisiones.

La pandemia populista propagada en estos años en los países democráticos, tiene como protagonistas a una amplia variedad de liderazgos irresponsables, de izquierda, centro y derecha, desentendidos absolutamente del caos mundial que están sembrando y cuyos efectos serán funestos para el porvenir del género humano.

En el escenario internacional se ha instalado un incomprensible frenesí por derruir el defectuoso, aunque mejorable, sistema internacional y a las instituciones democráticas de las naciones. Salta a la vista la ausencia de verdaderos hombres de Estado y la proliferación de demagogos grandilocuentes, encantadores de masas que las conducen al desastre.

Bien sabido es que en materia de estructuras humanas nada es eterno y perfecto, por lo que, de vez en vez, a los auges de las civilizaciones les siguen las decadencias. Las ilusiones y sueños perdidos de los pueblos, las frustraciones e injusticias acumuladas aúpan al poder político a personajes que en tiempos de bonanza, confianza y certeza no pasarían de ser simples bufones de plazuela.

En años recientes han resultado electos a las jefaturas de gobierno, cómicos y chocarreros revolucionarios de espectáculo. Outsiders del sistema imperante, críticos delirantes del statu quo al que prometen demolerlo para reedificar un mítico paraíso perdido. La evidencia histórica muestra que esa pachanga populista no es el principio de una nueva época de renovación, sino la fase terminal del impopular régimen decadente.

Lo anterior viene a cuento por lo que se acaba de ver en la reciente cumbre del G7 en Biarritz. Entre los representantes de las siete democracias con economía de mercado más poderosas surgió un estadista, el anfitrión: el presidente francés Emmanuel Macron, audaz y hábil gestionó el encuentro en una coyuntura internacional especialmente peligrosa.

La cita culminó con acuerdos importantes para distender los conflictos más amenazantes en las relaciones internacionales y de la economía mundial: en comercio se comprometieron a cambiar en profundidad la Organización Internacional del Comercio (OMT) para que sea más eficaz en la protección de la propiedad intelectual, la rápida regulación de las diferencias y la erradicación de las prácticas desleales.

Hubo acuerdos para que reestablecer condiciones en el diálogo con Irán y fortalecer la paz y la estabilidad en la región. Francia y Alemania se ocuparán de lograr resultados en Ucrania. Impulsarán una tregua en Libia que conduzca a un alto al fuego duradero. Respaldaron a quienes se esfuerzan para que la crisis de Hong Kong se resuelva pacíficamente, acorde a la Declaración sino-británica de 1984. De especial relevancia, la jugada de Macron para posibilitar una cumbre entre Donald Trump y Hasan Roani, de Irán, para reestablecer el pacto nuclear, así como su convocatoria a concurrir al salvamento de la Amazonia envuelta en llamas.

Unos días antes de que se iniciara el encuentro, el jefe del Estado francés fijó las líneas que inspiraron su actuación estratégica en Biarritz: “El momento que vivimos desde el siglo XVIII quizá esté a punto de desaparecer. La finalidad de nuestra política internacional, europea y nacional es poder redefinir el humanismo del siglo XXI, que es lo que es la civilización europea (…) La recomposición que afrontamos no se arreglará en una sola cumbre o un encuentro, sino que obliga a repensar en profundidad nuestras organizaciones y dar respuesta a estos desafíos…” (El País, 22/08/19).

Analista político. @LF_BravoMena

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