La pandemia provocada por el feroz ataque del SARS-Cov-2 está sacudiendo estructuras políticas, económicas y sociales. Difícil saber que tan profundos y duraderos serán los cambios que provoquen y hasta qué punto el estatus quo volverá a imponerse.

En el último siglo los arreglos que han dado forma al sistema de poder social de México se han visto desafiados por fenómenos como el cardenismo, el movimiento del 68 o por la apertura de la economía y la globalización, pero finalmente el corazón de ese arreglo de clase sigue operando. La pandemia actual dejará huella, pero ¿qué tan profunda? La coyuntura debería llevarnos, como conjunto nacional, a rediseñar el sistema de salud y el de educación y, sobre todo, la contrahecha estructura social. La “nueva normalidad” debería ser no un remiendo de los defectos estructurales que el virus ha puesto en evidencia sino su superación.

Al ordenarse las cuarentenas de poblaciones completas en China y luego en otros países de Asia, Oceanía, Europa y América, surgió el concepto de los “no confinables”. Por un lado, aquellos que simplemente no tienen donde confinarse -los pobres entre los pobres- o los que por vivir al día no pueden modificar sus actividades cotidianas -generalmente trabajadores informales. Por otro, aquellos que la propia sociedad les obliga a laborar por ser “imprescindibles”: los trabajadores del sector salud, los que producen, procesan y distribuyen alimentos y medicamentos, los transportistas, los encargados de la seguridad, de compleja red de servicios municipales o bancarios y un largo etcétera.

Un ejemplo concreto y extremo de personas que prácticamente de un día para otro el Covid-19 transformó de marginales, ilegales e incluso peligrosos en imprescindibles es el que presenta Alfredo Corchado, un periodista norteamericano con raíces mexicanas, en una columna del New York Times, (06/05/20) titulada “A former farmworker on American hypocrisy”. Este ejemplo de la centralidad de un grupo cuya importancia buena parte de esa sociedad se niega a reconocer, pero que el coronavirus puso en evidencia, es norteamericano, pero en México podríamos encontrar equivalentes.

Su argumento central es que en vísperas de la pandemia el grueso de los trabajadores sin documentos empleados en las duras labores de los campos agrícolas de California -mexicanos en su mayoría- viven bajo la constante amenaza de ser descubiertos y deportados por “la migra”. Los padres del periodista y él, sus hermanos y primos cuando niños, vivieron esa experiencia. En su caso, el propietario de los plantíos, también de origen mexicano, trató de protegerlos, entre otras cosas, porque no encontró -y sigue sin encontrar- a ciudadanos norteamericanos que pudieran y quisieran remplazarlos.

Al llegar la etapa del confinamiento masivo para controlar la expansión del SARS-Cov-2 en Estados Unidos ¿de quién dependía el abastecimiento a los supermercados de frutas, legumbres y otros alimentos? pues en buena medida del trabajo duro, ininterrumpido y mal remunerado de miles de indocumentados, (ellos representan entre el 50% y 75% de la mano de obra empleada en ese sector). Para permitir que en la emergencia estos trabajadores “esenciales”, por insustituibles, no interrumpan su labor, hoy portan un documento formalmente avalado por el Departamento de la Homeland Security que los transforma de indocumentados en “elementos de importancia crítica en la cadena alimentaria [de Estados Unidos]” ¡Vaya vuelco el que impulsó el virus!

Es claro, y ellos están conscientes, que cuando pase la emergencia el estatus de trabajadores agrícolas indocumentados puede volver a ser el de antes, como sucedió con los trabajadores mexicanos expulsados en los 1930, luego aceptados por el “Programa Bracero” como resultado de la emergencia creada por la II Guerra Mundial y vueltos a rechazar pasado el apremio hasta llegar a ser señalados como “un peligro para Estados Unidos” (Trump dixit), lo que no impidió seguirlos aprovechando como fuerza de trabajo barata.

Hoy Alfredo Corchado es ciudadano norteamericano y entre sus familiares hay un abogado, un educador y un proctólogo. Ellos, por su empeño y esfuerzo ya dejaron las filas de los “esenciales” pero indeseables. Otros mexicanos les han sustituido. La pandemia debiera llevar a reconocer el papel clave de esos trabajadores en la seguridad nacional alimentaria norteamericana.

Igual que allende el Bravo, en México la actividad de la gama de “esenciales” con poco o ningún reconocimiento es fundamental. Parte central de la “nueva normalidad” debería ser empezar a reivindicarlos social y economicamente.

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