Uno de los mecanismos fundamentales para limitar el poder que ha ideado el constitucionalismo moderno es la división de poderes. Bajo la idea de dividir las funciones del Estado para que —bajo la lógica señalada por John Locke y por Montesquieu— “el poder controle al poder”, no hay Estado moderno que no separe al poder público en legislativo, ejecutivo y judicial (originalmente Locke no incluía al judicial, sino a uno, el “federativo”, encargado de las relaciones internacionales).

La importancia que ha adquirido la idea de división de poderes es tal que hoy una sociedad cuya constitución no la contemple, simple y sencillamente no puede ser considerado un “Estado constitucional”.

Con el tiempo dicho principio se ha complejizado y es frecuente que a los poderes tradicionales que nos legó el pensamiento liberal de los siglos XVII y XVIII se agreguen otros poderes encargados de funciones públicas específicas, como ocurre, por ejemplo, con las Cortes o Tribunales Constitucionales que en ocasiones no están dentro de los poderes judiciales sino que, al revisar la constitucionalidad de los actos de los otros poderes, se coloca por fuera de ellos.

Lo mismo ocurre con los llamados Organismos Constitucionales Autónomos (OCA), órganos públicos que cumplen funciones especializadas que, se considera que no deben actuar bajo criterios políticos sino técnicos y por tanto no deben estar dentro de la órbita de los poderes legislativo y ejecutivo —poderes políticos por su propia naturaleza— ni del judicial al no ser tampoco órganos jurisdiccionales.

Los OCA encuentran su origen en las “agencias autónomas” que surgieron en los Estados Unidos desde la segunda mitad del siglo XIX, pero que se convirtieron en una solución particularmente socorrida por el constitucionalismo latinoamericano y, particularmente, por México durante el proceso de democratización de nuestro sistema político. De hecho, no es incorrecto afirmar que dicha democratización pasó, en gran medida, por sustraerle facultades al Ejecutivo para conferírsela a un número creciente de OCA que fueron surgiendo desde principios de la década de los 90.

De hecho, todos los OCA cumplen funciones que originalmente estaban en manos del gobierno y que distinguieron al régimen autoritario que se consolidó al cabo de la Revolución y que hacía del Presidente el vértice y eje articulador de todo el sistema político, tal como lo explicó, entre otros, Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano.

De este modo, originalmente, la función electoral era responsabilidad de la Secretaría de Gobernación, no del IFE (luego INE); la función de definir la política monetaria antes la conducía la Secretaría de Hacienda, no el Banco de México; las garantías antimonopólicas establecidas en la Constitución antes eran responsabilidad de la Secretaría de Economía (o sus antecesoras), no de la Comisión Federal de Competencia Económica; las concesiones a los medios de comunicación y la supervisión y regulación de su actuación estaban a cargo de la Secretaría de Comunicaciones, no del IFETEL; la protección no jurisdiccional de los Derechos Humanos nació con la CNDH en 1999, pero en un principio se trataba de un organismo desconcentrado de la Secretaría de Gobernación, y fue hasta 1999 que se le convirtió en un OCA; finalmente, la supervisión de las obligaciones de transparencia y la garantía al derecho a la información, encomendadas al INAI, son conquistas democráticas muy recientes, de hace apenas unos veinte años que eran impensables en la época del régimen autoritario que dejamos atrás.

De este modo, los OCA, gusten o no, son el resultado del proceso mismo de democratización y fueron una manera de debilitar a un sistema de gobierno autoritario que concentraba en manos del Presidente y de sus subordinados funciones que le permitían actuar en la política, en la economía y en el ámbito de los derechos como juez y parte.

Así los OCA complementan la división de poderes clásica y se convierten en instituciones de limitación y control del poder contrapesando y acotando la actuación, particularmente de los poderes legislativo y ejecutivo. Por eso, en los tiempos de regresión autoritaria que vivimos, los OCA han sido sometidos a una descalificación y hostigamiento sin precedentes y discursivamente, sin empacho, se dice que “no sirven para nada”, que son muy onerosos y que sus funciones debería ejercerlas —¡qué casualidad!— de vuelta el gobierno. ¡Cuidado!

Investigador del IIJ-UNAM

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