El 8 de marzo es el día que las calles son nuestras. Es cuando las tomamos colectivamente para que el resto de los días también sean nuestras. Vamos acompañadas de amigas, de compañeras, e incluso de mujeres desconocidas movidas por el mismo propósito: protestar, señalar lo que nos incomoda, recordar a las que ya no están, gritar que vivas nos queremos, corear consignas, incluso cantar nuestro himno de libertad. Ese que Vivir Quintana puso en nuestras gargantas; el que Vivir hizo nuestra voz: la canción sin miedo con la que nos crecieron alas.

El 8 de marzo es el día que se juntan los pasos firmes, los pasos que se acompañan, los pasos que buscan caminar en libertad. Son también brazos que se entrelazan, son abrazos de complicidad. Son gritos de esperanza, pero también de hartazgo y necesidad. Necesidad de decir lo que sentimos, necesidad de gritar ni una más.

El 8 de marzo se corre la voz. El 8 de marzo no se habla quedito, no se guardan los secretos. El 8 de marzo se exhibe al violador, al violentador, al gandalla, al abusivo, al que hostiga, al que no respeta, al que ningunea, al abusador.

Afuera se escucha: ahí están de nuevo las feministas, ¡Qué más quieren! ¡Lo tienen todo ya! Y nosotras seguimos: “Cantamos sin miedo, pedimos justicia, gritamos por cada desaparecida, que resuene fuerte ¡nos queremos vivas! Que caiga con fuerza el feminicida”.

El 8 de marzo las generaciones se juntan: hay abuelas, hijas y nietas. Abuelas que ya no están dispuestas a callar ni a cargar con cruz alguna. Hijas que ya sintieron en carne propia la discriminación y el miedo. Nietas que saben que quieren un mundo mejor: un mundo igualitario, justo y libre de violencia. Espacios en los que no haya exclusión ni temor.

El 8 de marzo se hace un recuento de lo andado, un corte del estado de las cosas. Se pone una inyección colectiva de esperanza que provoca un contagio de valor que se transmite de piel a piel.

El 8 de marzo se recorre simbólicamente un tramo del largo camino hacia la igualdad. En las cartulinas se escribe lo que urge gritar. Y ahí estamos, con cruce de miradas, con amalgamas del color y de la edad de la piel.

El 8 de marzo cambia el sentido de lo que es el mundo de color de rosa. El rosa mexicano no es de ensueño, es por el contrario fuerte, notorio, diferente, audaz. El rosa pálido del silencio, de la abnegación, de la renuncia, de la espera, de la sumisión; ese rosa que no pinta, el rosa que no da color ha sido el rosa asignado al que decimos no más.

¡Cuántas actitudes aprendidas! ¡Cuántas responsabilidades acostumbradas a cargar!

El entusiasmo se desborda. Nuestro cuerpo es libertad. “Ya nada me calla, ya nada me sobra, si tocan a una, respondemos todas”.

Y ahí está la respuesta al llamado. Si la unión hace la fuerza, la reunión la multiplica. La impotencia se va quedando atrás. Atrás está también el miedo. El paso de lo individual a lo colectivo empodera. Basta saber que nadie está sola y que la palabra de cada una queda cobijada en el “yo sí te creo” de las otras.

¡Cuántas experiencias! ¡Cuánto dolor acumulado! Cuánto deseo de un mundo diferente, en el que nos sintamos cómodas, lejos de los prejuicios que han encadenado cuerpos y almas. Lejos del dedo flamígero, lejos de la culpa y la adversidad.

El sentimiento de recarga colectiva es inenarrable. Ahí estamos, Con mucho qué decir, con mucho qué contar y también, con mucho para celebrar.

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