La última entrega de la Encuesta de percepción de la inseguridad del Inegi indica que la brecha de género se amplía de forma preocupante: ser mujer en este país es difícil, inseguro y riesgoso. Si el 67% de la población consideró inseguro vivir en su ciudad (terrible dato), en el caso de los varones el porcentaje es de 61% y para las mujeres sube hasta el ¡¡73%!!

En otras palabras: 3/4 partes de las mujeres viven inseguras. Sus fuentes de intranquilidad son ubicuas: están en el uso de cajeros, en el transporte público, en las calles que habitualmente usan, pero también en el centro comercial, el automóvil, el trabajo, la escuela y la casa, es decir, en todas partes. No hay manera de eludir un porcentaje tan abrumador con sesgos o lecturas oblicuas, mucho menos con campañitas intrascendentes. Es imperativo remitirse a una lectura sociológica profunda (que por cierto Rosanvallon ha planteado para escudriñar el malestar de la sociedad francesa: Les épreuves de la vie. Seuil. 2021,) y a partir de ella proponer políticas públicas pertinentes. El problema se presenta en tres ámbitos.

La primera esfera tiene que ver con la integridad personal y la individualidad. Hay una serie de impulsos que amenazan o estigmatizan la condición de mujer y se expresan a través de agresiones simbólicas o físicas y sexuales preocupantemente generalizadas. Los estereotipos machistas banalizan y minimizan gestos agresivos, como si fuesen todos los abordajes permitidos; eso convierte la esfera individual de las mujeres en un espacio amenazante tanto en lo físico como en lo simbólico que se expresa desde el hogar, donde los niveles de violencia crecen, hasta el espacio público, pasando por el trabajo. No hay forma de ocultar que este fenómeno registra números crecientes y precariza a cada vez más mujeres.

Después (según Rosanvallon) está el vínculo social. Muchas mujeres experimentan las pruebas del desprecio, la injusticia y la discriminación; las instituciones siguen sin tener una sensibilidad de género suficientemente desarrollada y por ello cuando las mujeres deben tratar con policías o funcionarios públicos cada vez más empoderados y atroces, experimentan el desdén, la revicitimización o la franca discriminación, amplificando por tanto el desgaste y la devaluación que ya traían de sus casas.

El tercer elemento tiene que ver con la incertidumbre que domina buena parte de sus vidas. Después de la pandemia hemos visto cómo las primeras en perder el trabajo y en reducir su ingreso son ellas. Sus vidas están marcadas por una incertidumbre económica y una creciente fragilidad. En 2022 el 25% de las mujeres enfrentó alguna situación de acoso y violencia sexual que va desde piropos ofensivos, mensajes insinuantes hasta violaciones directas. Estas prácticas deleznables y bárbaras no encuentran en el discurso público una condena severa y un señalamiento crítico.

Estos datos hablan de la descomposición social e institucional del país. Ante esta tragedia el gobierno ofrece cartillas morales, campañas inocuas, discursos almibarados sobre el pueblo bueno y los efectos deletéreos del neoliberalismo en la formación de valores. No requerimos a un cura de aldea, es precisa una politica gubernamental musculosa y contundente. La verdad (pura y dura) es: ser mujer en México es una garantía de vivir intranquila, agraviada, insegura y victimizada. Y luego se preguntan ¿por qué están tan enojadas cuando marchan?

Analista político
@leonardocurzio

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