Hasta finales del año pasado, parecía que la elección presidencial en Estados Unidos se definiría desde dos grandes temas: el buen rumbo de la economía y el desprestigio personal de Donald Trump. Desde hace meses, Trump ha apostado a que el bajo índice de desempleo y otros indicadores similares serían suficientes para contrarrestar sus paupérrimos índices de aprobación. Los demócratas apuntan hacia el escenario contrario: explotar una y otra vez la impopularidad del presidente para convertir la elección en un referéndum sobre la persona al mando, no sobre el rumbo de la economía. El resultado de la confrontación de esas dos narrativas concluiría con el triunfo de Trump o la elección de un demócrata.

Todo ese cálculo importa poco ya.

La irrupción súbita del coronavirus en la vida pública del planeta, y de manera particularmente dramática en Estados Unidos, reducirá la campaña presidencial a un solo tema: la evaluación de la respuesta de Donald Trump a una crisis de enorme magnitud y complejidad. Será la elección del coronavirus.

En ese escenario, Trump lleva las de perder.

En la crisis se conoce la verdadera naturaleza de la gente y en la política todavía más. Las situaciones de emergencia revelan no solo el auténtico carácter de quien gobierna sino su imaginación como estadista, su capacidad de respuesta ante lo inesperado e incluso su grandeza moral para aceptar los errores cometidos y enmendar el rumbo. En cada una de estas pruebas, Donald Trump ha demostrado ser un hombre rebasado por el momento histórico que le ha tocado sortear.

Fiel a su naturaleza megalómana —que tiene como prioridad a Trump, luego a Trump y finalmente a Trump— lo primero que hizo el presidente de Estados Unidos fue tratar de manipular la narrativa sobre la epidemia para convencer a los estadounidenses de dos cosas. Primero, que el coronavirus no era una amenaza grave sino una exageración de los medios de comunicación, que seguramente buscaban perjudicar al propio Trump. Y segundo, que su gobierno tenía todo bajo control. Trump incluso llegó al grado de acusar a los demócratas de fabricar la emergencia. “Es su nuevo engaño”, sugirió cuando ya estaba más que claro que el coronavirus no era engaño alguno sino una crisis de verdad.

Pero su cinismo en la estrategia de comunicación no es, ni de lejos, el mayor problema que enfrentará Trump con las secuelas del coronavirus. Hay evidencia clara de que el gobierno que encabeza tomó decisiones que retrasaron la atención pertinente que requería el virus, sobre todo en las delicadísimas semanas antes de que el contagio explotara en Estados Unidos. Para empezar, Trump se deshizo de la oficina gubernamental encargada del estudio de pandemias, una decisión torpe y costosa, aparentemente inspirada, por si fuera poco, por el obsesivo ánimo de revancha de Trump con Barack Obama, quien instituyó hace algunos años ese órgano de respuesta a la amenaza pandémica. Eso no es todo. Hay reportes diversos que acusan a Trump de ignorar advertencias claras de expertos de su propio gobierno sobre la gravedad del coronavirus y las consecuencias de una epidemia en Estados Unidos. A eso hay que sumar el papel que Trump ha jugado durante la comunicación de la crisis. Antes que asumir su papel con sobriedad y altura, Trump ha mentido, mal informado y confundido a la población. Cuando debió ser el primero en demostrar la importancia de mantener las distancias sociales y las normas de higiene, por ejemplo, optó por lo contrario, en un berrinche que sería risible si no fuera potencialmente trágico.

La gota que derramó el vaso ocurrió, quizá, el viernes pasado, cuando Trump finalmente declaró estado de emergencia en Estados Unidos, una medida tardía y mal planteada. Después, en una tensa sesión e preguntas y respuestas, una reportera le preguntó si aceptaba la responsabilidad por el retraso en abasto de pruebas adecuadas para diagnosticar la enfermedad. Antes que levantar la cara y asumir lo que debía, Trump respondió, ufano: “No, no asumo ninguna responsabilidad”, dijo. Es una respuesta inconcebible para el alcalde del pueblo más pequeño del país más lejano del mundo, ya no digamos para un presidente de Estados Unidos. De tan aberrante, no es imposible que la frase sea recordada como el epitafio de Trump como presidente. Lo veremos.

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