El Diario Oficial de la Federación del 25 de agosto publicó el acuerdo que da seguimiento a la oferta presidencial hecha el 29 de julio; una oferta relacionada con mitigar injusticias que comete el propio Estado Mexicano en sus distintos roles dentro del sistema de justicia penal.

El acuerdo aborda tres temas problemáticos para la población privada de la libertad: casos de prisión preventiva que exceden el límite que prevé la Constitución Federal; casos relacionados con personas mayores de edad o con enfermedades que permiten solicitar una preliberación; y, finalmente, casos de personas que fueron víctimas de tortura en algún momento del proceso que les llevó a prisión. Me centro en este último tema.

Javier Carrasco, quien ha seguido de cerca la evolución de las leyes y los mecanismos contra la tortura en el país y quien, además, participa en una red de defensores para personas víctimas de este delito, estima que el aspecto positivo del Acuerdo está relacionado con su dimensión política. Como director del Instituto de Justicia Procesal Penal, para él no es posible soslayar la ventaja de que el Presidente y dos titulares de Secretarías federales admitan el problema de la tortura en México. Desde otros aspectos, sigue, el acuerdo es limitado. Para Carrasco, los mecanismos de autoridad que debe priorizar el Ejecutivo Federal son los ya existentes, esto es: la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, así como el Mecanismo Nacional de Prevención contenido en la misma Ley. Para resumir la opinión, lo que haría falta en el gesto presidencial es llevar la decisión política plasmada en acuerdo hacia terrenos de actuación pública en el marco de la Ley y del Mecanismo existente. En otras palabras, poner los pies y las manos donde están las palabras y usar herramientas que hayan sido heredadas de la administración pasada.

Algo más, existe un reto difícil de afrontar por el actual titular del Ejecutivo Federal. Éste consiste en respetar las decisiones judiciales que liberen personas en procesos federales que hayan sido víctimas de tortura. El reto no es menor. Es complicado, como Ejecutivo, estar a cargo de una acusación y, al mismo tiempo, querer derribar la misma ante la existencia de tortura. Es un juego imposible, en donde el mismo jugador tira goles hacia ambas porterías y, pretende, absurdamente, salir victorioso.

Para Carrasco, algunos de los procesos del caso Ayotzinapa ejemplifican el dilema anterior. Varios detenidos a raíz de la tragedia fueron presumiblemente torturados. Algunos jueces federales a cargo de decidir estos casos desestimaron las confesiones teñidas de tortura y, ante tales decisiones, voceros del Ejecutivo Federal, aún aquellos que hoy abogan por la liberación de víctimas de tortura, se inconformaron públicamente.

Finalmente, hay un tema central que el acuerdo presidencial parece haber olvidado. Lo que realmente puede prevenir y acabar con la tortura de raíz es contar con mejores policías. Que sea más fácil investigar que torturar. Hemos padecido una crisis de seguridad ciudadana durante décadas y la oferta para fortalecer la investigación criminal sigue siendo limitada. No se trata de dar más armas a los policías sino más herramientas para no tener que usar esas armas. Si una decisión así de política pública no corre en paralelo a cualquier acuerdo bien intencionado, el objetivo de erradicar la tortura quedará solo como una buena idea.

Investigadora en justicia penal.
@laydanegrete