“Vivía en un pueblo de Veracruz, mi mamá nos dejaba a mí y a mis hermanos para ir a trabajar, vendía verduras, aguacate, chiles, hojas para tamales y lo que se daba en el pueblo. Mi papá era muy agresivo. Yo cuidaba a mi hermanito, era muy chiquito, y lo que mi papá ganaba lo gastaba comprando refrescos a sus amigos.

“Porque los niños tienen derecho a jugar y divertirse,
no a ser obligados a trabajar en lugar de sus padres”  
Anónimo.

Nunca fui al kínder porque nunca me mandó mi papá, y a la primaria entré muy grande. Mi papá nos llevaba a mí y a mi hermanito a cortar café, y si no queríamos ir, nos golpeaba. A nosotros nos gustaba cortar café, pero a la vez no, porque no nos daban dinero pero sí un plato de frijoles.

A los seis años me obligaron a usar el metate para hacer tortillas, no lo alcanzaba, era muy pequeña y me salían mal las tortillas. Mi hermanita de tres meses estaba a mi cuidado, la dejaba que me chupara el labio para que no tuviera hambre, o mojaba su cobija con café para que ella comiera, también le daba atole de masa.

A esa edad me llevaba a mis hermanos a pedir comida regalada, nos daban pan y carne, y cuando nos daban un peso comprábamos eso de carne. Nosotros éramos felices cuando mis papás no estaban porque nadie nos regañaba ni golpeaba.

Cuando cumplí 12 años, uno de mis primos paso a mi casa para que yo le fuera a comprar pan, que porque mi papá le había dicho, pero era muy noche, y le dije que yo no iba a salir, insistió, y al salir trato de abusar de mí. Gracias a Dios no lo logró porque corrí, no le dije a nadie porque nadie me creería.

Mis hermanos y yo decidimos irnos a cortar café para tener dinero y comprar una carretilla a escondidas de mi papá, si sabía que teníamos dinero nos lo iba a pedir. A las tres de la tarde, yo corría a mi casa para hacer la comida, tenía que estar todo listo.

El dinero que juntábamos lo enterraba para que mi papá no nos lo quitara. Un día juntamos 500 pesos, y le pedimos a mi mamá que nos comprara una carretilla, pero nos dijo que para que queríamos esa tontería, y nos preguntó de dónde habíamos sacado el dinero, le tuvimos que decir que trabajábamos en los cafetales.

Teniendo 11 años seguía pidiendo comida regalada, pero me decían que ya no me iban a dar porque ya estaba grande. Me di cuenta que tenía que trabajar, y una señora que me conocía me dio trabajo en su casa.

Saliendo de la escuela me iba, ahí tendía la cama, lavaba los trastes y sacaba la basura, me pagaba 20 pesos y me compraba zapatos y blusas; pero me salí porque uno de sus hijos me quiso besar a la fuerza.

En la temporada de cortar café íbamos a trabajar, no sabíamos en qué día vivíamos, solo que era temporada de cosecha. No íbamos a la escuela, no sabíamos que existía el Día del Niño, Navidad ni Año Nuevo.

Yo cargaba 50 kilos de café, tenía que cortar y cubrir la cantidad que mi papá decía o no me daba de comer. A los 15 años yo quería trabajar en otra cosa, y fui con un patrón que hacía galletas y vinos, me dijo que tenía un vivero de todo tipo de plantas y que ahí podía trabajar por 60 pesos (360 a la semana). A mi papá le daba 300 pesos, a mi mamá 30 para el molino, y el resto me lo quedaba yo para comprar cosas a mis hermanos.

Así pasaron dos meses, y cuando tuve la oportunidad de venir a México la aproveché”, dijo María al relatarnos su infancia.

En México no se ha frenado el trabajo infantil. A lo largo y ancho del país niñas, niños y adolescentes siguen realizando actividades peligrosas, dejando de lado su derecho a estudiar, a una familia, pero sobre todo, a soñar.

Más de 2 millones de niñas y niños realizan trabajos no permitidos, 60% lo hace en el campo; y 3 de cada 10 niñas y niños, son empleados domésticos con primaria incompleta.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), señala que México es el segundo país de América Latina con mayor trabajo infantil, después de Brasil y Perú.

Mientras que Jonathan, a sus 13 años, hace tabiques, dice que le dañan los pulmones y riñones, pero que lo mandaron porque necesitan comer, “mi tío me trajo a los talleres. Él también empezó a mi edad”. Así la historia de niñas y niños que, en lugar de soñar, viven para trabajar.

Frente a la pandemia de covid-19 sus riesgos son mayores y urge que como Estado nos sumemos para trabajar urgentemente para garantizar el Interés Superior de la Niñez.

Senadora de la República por el Partido Acción Nacional

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