Hace más de cien años, en su influyente libro Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de las democracias modernas (Amorrortu. Madrid), Robert Michels desmenuzó la necesidad de las masas de creer y depositar en un liderazgo presuntamente omnipotente sus esperanzas. El título de esta nota es el de un capítulo del libro.
Lo cito: “Entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante”. La mayoría —lo sabemos— están preocupados por sus asuntos, recluidos y enfrentados a sus retos privados. Y no debería extrañar: la división del trabajo también modela el mundo de la política. Una minoría se hace cargo de esa labor mientras los demás la observan —si es que la observan— desde lejos.
“La mayoría está en realidad encantada de que haya personas que se tomen la molestia de atender las cuestiones… Existe una necesidad inmensa de dirección y guía. Está necesidad va acompañada de un genuino culto de los líderes, considerados héroes”. La división del trabajo acarrea de manera natural una diferenciación entre dirigentes y dirigidos y éstos últimos agradecen que sus líderes atiendan los asuntos públicos en su nombre, ahorrándoles el esfuerzo, reconociéndolos como sus representantes y en no pocas ocasiones convirtiéndolos en “personalidades excepcionales”.
Existía —decía Michels— una “predisposición psíquica a la subordinación… una confianza en la autoridad que linda con la ausencia completa de facultades críticas”. Se trata de una “fe ciega” que descarga de responsabilidad al creyente e inyecta potencia al liderazgo. El seguidor es relevado de la ingrata y complicada tarea de pensar y deposita en su líder esa labor.
Incluso, aseguraba, esa mecánica genera la creencia “de que sus líderes pertenecen a un orden de humanidad más alta que ellos mismos”. De tal suerte que se podía constatar sin dificultad “la supremacía de los líderes sobre la masa”, dada “la difundida reverencia supersticiosa a los líderes”. El culto al liderazgo que en el siglo XX generó fenómenos de poderes cuasi absolutos y sociedades dominadas por la voluntad del jefe, de alguna manera estaban esbozados en aquel libro publicado en 1911. Michels escribía sobre “la adoración de los conductores por los conducidos”, sobre la veneración hacia los primeros y la docilidad de los segundos. Para él se trataba de “una supervivencia atávica de psicologías primitivas”, una adoración que incluso trascendía a la muerte del dirigente.
Para Michels esa necesidad se emparentaba con la urgencia religiosa. “A menudo se comportan con sus líderes de la misma manera que el escultor de la antigua Grecia, quien después de modelar a Júpiter Tronante se prosternaba en adoración ante la obra de sus propias manos”. Se genera una atmósfera de servidumbre y adulación que alimentan la megalomanía del dirigente y la sugestión colectiva no hace sino incrementar el poder del líder. Es un prestigio que se nutre de la subordinación que a su vez acrecienta el prestigio.
Esos “semidioses” suelen ser renuentes a la disciplina de sus propios partidos y “atacan las formas externas de democracia” porque resienten que “debilita su posición”. Michels, sobra decirlo, tenía una visión determinista de las relaciones entre dirigentes y dirigidos que coaguló en la famosa ley de hierro de las oligarquías. Ha pasado más de un siglo y sus ecos siguen entre nosotros.
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