El presidente López Obrador nos recuerda con reiteración que para él y para el proyecto de gobierno que encabeza, importan la lealtad, la honestidad, la capacidad y la experiencia. Aun cuando siempre es consistente en los conceptos, no lo ha sido con los porcentajes que los servidores públicos deben satisfacer. Unas veces ha considerado que la mezcla debe ser 99% de honestidad y 1% de capacidad, y otras ha dicho que debe ser 90% de honestidad y 10% de experiencia. Más allá de cuál sea su composición óptima, el énfasis está en la honestidad y no en la capacidad. Esta relación puede parecer aceptable para quien mira su quehacer en términos binarios. Para quien asume que el objetivo primordial de su gobierno es el establecimiento de la honestidad frente a prácticamente cualquier otro. Cuando López Obrador señala que sus colaboradores deben ser honestos con independencia de sus competencias funcionariales y profesionales, muestra esta condición y la dinámica que le ha impreso a su gobierno.
Sin desconocer la necesidad de combatir los altos niveles de corrupción de los gobiernos anteriores y los que se han generado en el suyo, la mezcla 90-10, 99-1 o cualquier otra que a él se le ocurra en esos márgenes, tiene graves consecuencias para la vida cotidiana de la población asentada en el territorio nacional. Ello es así porque los servidores públicos tienen a su cargo la realización de ingentes tareas individuales y colectivas. Buena parte de los bienes y servicios de los que nos servimos son proporcionados o regulados por estos funcionarios. Lo que comemos o bebemos, la energía eléctrica que utilizamos, los servicios médicos que recibimos y tantos otros componentes de nuestra cotidianeidad, dependen de lo que los servicios públicos hayan hecho o dejado de hacer.
En nuestro país contamos con un buen funcionariado profesional en algunos campos, aun cuando no todo en él es eficiente ni incorrupto. Buena parte del mismo no era el elefante reumático al que el presidente se ha referido para caracterizar al servicio civil mismo. Lo que posiblemente quiso hacer con ese lenguaje reiterado, fue desacreditarlo para darle cabida a sus leales o a las, hoy omnipresentes, fuerzas armadas. Cualquiera que sea la causa de sus decisiones, el presidente ha precarizado a su propio servicio público, sin lograr incrementarle su capacidad o experiencia, ni haber podido reducir los índices de corrupción.
Las decisiones personalísimas de López Obrador han incidido de manera fundamental en la composición y el funcionamiento de su administración pública. Hoy puede vanagloriarse de que la misma le es profundamente leal —sea por razones ideológicas o meras expectativas de sobrevivencia—, aun cuando no puede desconocer que la misma carece de aptitudes técnicas para enfrentar los muchos desafíos que arrastrábamos y los que han aparecido por las propias dinámicas obradoristas. Debido a la presencia de las fuerzas armadas, muchas de estas incompetencias no son completamente visibles. Sin embargo, los muchos desaciertos del gobierno y el desfonde de su narrativa ponen de manifiesto las carencias de habilidades y preparación de un funcionariado al que su jefe ha querido reducir a una auténtica burocracia.
El día de hoy nos lamentamos de la tragedia de Acapulco. Hace unos días decíamos lo mismo, aunque en otra proporción, de las masacres perpetradas en distintos lugares del país. Hace meses nos referíamos al deficiente manejo de la pandemia. Los ejemplos pueden multiplicarse. Nadie puede suponer que la totalidad de estos problemas proviene en exclusiva de López Obrador. Sin embargo, podemos reprocharle sus decisiones para constituir un gobierno compuesto por personas incapaces e inexpertas, tal como sus acciones y resultados nos los muestran a diario.