Crisis en ascenso. La movilización nacional, ayer, de periodistas, lectores y audiencias en demanda de garantías del Estado ante el recrudecimiento de la violencia contra los profesionales de la información, con tres asesinatos antes de terminar el primer mes del año, pone de relieve, con otras bifurcaciones restrictivas, la crisis en ascenso del ejercicio de las libertades y derechos de la comunicación pública en nuestro país. A ras de tierra, los informadores sacrificados este mes, Lourdes Maldonado, José Luis Gamboa y Margarito Martínez, provienen de la primera línea del frente de vigilancia —rol histórico del periodismo— frente a los poderes formales y fácticos que dañan a la sociedad. Pero estos homicidios también constituyen la punta de la madeja multifactorial (declaraciones presidenciales y una sentencia de la Corte, con otras actitudes y acciones) que hace de esta profesión, en México, la más esforzada y peligrosa a escala del planeta.

El frente territorial. La indefensión de los periodistas del frente de batalla en estados y municipios se deriva de las condiciones de su trabajo, con frecuencia en medio de los autoritarismos locales y los enclaves criminales de poder. En cálculos estadounidenses, éstos se han apoderado de la tercera o la cuarta parte del territorio nacional, ocupando por sí, o a través de actores partidistas, presidencias y policías municipales, así como compartimientos de gobiernos estatales: un nudo de intereses coludidos para los que el mejor periodista es el periodista muerto, cooptado o reconvertido a otra actividad.

Plata o plomo. El hilo de la madeja llega al gobierno nacional, obligado a proteger la integridad física de las personas. Cierto, dedica una de las más importantes porciones del gasto federal a las fuerzas de seguridad, pero bajo la consigna de un presidente que preconiza una política de abrazos, no balazos. Esto ha propiciado la expansión —territorial, económica, de presencia armada e incluso de poder político— de las bandas criminales. Y allí el margen de acción del periodista suele estrecharse en otra consigna: plata o plomo.

Siembra de odios. Es en estos escenarios en los que se afianza el imperio de la corrupción y la impunidad como sustento de los poderes criminales. De ellos penden, en diversas partes, la actividad económica, política, social y, desde luego, las libertades y los derechos informativos, junto con las vidas de los periodistas. No importa que el presidente diga que la muerte de Lourdes Maldonado es por el neoliberalismo o, contradictoriamente, que ya acabó con la corrupción y la impunidad. Por otras bifurcaciones de este laberinto asciende también el termómetro de los riesgos del periodismo vigilante desarrollado y expandido en México en las últimas décadas. Por un lado, hay que seguir el hilo del descrédito, el menosprecio, incluso el odio que suele sembrar el presidente contra informadores, analistas y empresas informativas, en sus vastos espacios sociales y en el seno de su amplio establishment político, que incluye, significativamente, los territorios tomados por los cárteles con su injerencia en los procesos electorales recientes. Y sólo hay un paso del odio y el menosprecio al oficio, al odio y el menosprecio de quienes lo practican. El mismo que va de la violencia verbal a la física.

Horma informativa. Por último (hasta ahora) el hilo de la madeja de los tiempos críticos para las libertades, se enreda con la sentencia de la Corte que restringe los derechos informativos de los artículos sexto y séptimo de la Constitución, al imponerle a los medios una horma de cómo informar. Un ejemplo: que conductoras y conductores lean dócilmente los dichos presidenciales (‘los hechos’) sin mezclar el señalamiento de contradicciones, inconsistencias ni afirmaciones falsas o engañosas (meras ‘opiniones’).

Profesor de Derecho de la Información, UNAM.

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