Dos, tres, muchos Denegris. Los creadores del sistema político mexicano descubrieron muy pronto la necesidad de sustentar el monopolio del poder no sólo en un partido hegemónico, sino en el monopolio también del temario de las conversaciones y los debates públicos. Lo lograron con el protagonismo excluyente de la palabra presidencial como definidora de ese temario, a través del control de espacios clave de los medios de comunicación. Carlos Denegri fue el símbolo de esta fórmula desde los años cuarenta del siglo pasado hasta la muerte del “Reportero de la República”, a finales de los sesenta. Enrique Serna publica ahora una novela de época llamada a hacer época en el género y a trascender las secciones culturales de los medios a los espacios políticos. Allí desnuda los modos fundacionales de esta forma de relación de los medios y el poder, a partir de las lecciones recibidas por Denegri del director de Excélsior por casi cuatro décadas, Rodrigo del Llano, sobre el oficio que da título al libro: El vendedor de silencio.

Serna conduce al lector hasta el punto de la autodestrucción del periodista, pero ello de ninguna manera significó la destrucción del modelo, que más bien se fue diversificando y expandiendo. De las páginas impresas en las que Denegri transmitió los dictados del poder, el modelo transitó a las pantallas de tele —que el propio Denegri empezó a frecuentar— y a la radio. Ello, una vez que ambas plataformas pasaron de cimentar la unidad en torno al régimen en la despolitización sentimental de las radio y las telenovelas, la música campirana y la romántica, con exaltación nacionalista, al negocio de las barras informativas y de opinión.

Al lado de proyectos alternativos de ejercicio periodístico con los ojos en el mercado de lectores, audiencias y anunciantes comerciales, más que en los favores del Estado, lo cierto es que, por regla general, la comunicación pública mexicana mantuvo en el centro, en las siguientes décadas, los temas impuestos por el Ejecutivo, con giros favorables al mensaje presidencial. Como lo proponía el Che Guevara respecto a Vietnam, el sistema logró entonces crear dos, tres muchos Denegris en la era pos Denegri, ciertamente sin las singularidades abismales del original.

Después de Denegri. Junto con el resquebrajamiento del monopolio político por la energía social encauzada en la competencia electoral, a finales de los ochentas y a lo largo de los noventas, el monopolio de la definición de la agenda pública por el Ejecutivo, a través de los medios, fue cediendo también a la presión de un número creciente de actores en competencia por definir, contra el modelo Denegri, el temario de la conversación nacional: el EZLN y los líderes de la oposición, entre ellos. Y ya los tres primeros presidentes de este siglo, con todas las ventajas del cargo, incluyendo sus grandes presupuestos de comunicación, con frecuencia perdieron la batalla de la definición de la agenda frente a temas y enfoques colocados por sus antagonistas en medios que consolidaban su independencia frente al Estado, y frente a un nuevo y poderoso definidor final de los temas a discusión: las redes sociales.

Denegrir. A la eficacia de sus mensajes y a la credibilidad de su liderazgo, expandidos gracias a los espacios libres de esos medios y esas redes, les debe el cargo en buena medida el presidente López Obrador. De allí la paradoja de un ejercicio del poder encaminado a restaurar el monopolio presidencial de los temas de la conversación pública, como en la época de Denegri, sólo que ahora con el temario mañanero, la satanización de los medios que colocan en el debate asuntos contrarios a la agenda oficialista y el acaparamiento de los espacios de Internet para copar la agenda y denigrar: denegrir a sus detractores.

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