Ayer se reunieron en Hiroshima, Japón, los representantes del Grupo de los Siete: Alemania, Canadá, Francia, Italia, Estados Unidos, Japón y Reino Unido. Entre otros temas, discutieron la gobernanza o regulación de la Inteligencia Artificial (IA) generativa. Se trata de una charla interesante en la que algunos de los países más desarrollados del mundo reconocieron que la tecnología avanza en un tren que les cuesta mucho trabajo alcanzar. Como era de esperarse, el único consenso fue el de seguir encontrándole cuadratura a cómo controlar el uso de esta tecnología. De ahí que, sin llegar a una conclusión sólida, en vez de firmar un acuerdo establecieron el Proceso de IA de Hiroshima.

Mucho se discute sobre los alcances y peligros de herramientas como Chat GPT, probablemente la IA más conocida. Como todo avance tecnológico, tiene posibilidades interesantes y usos potenciales con orillas más bien afiladas. Las preocupaciones pueden clasificarse en dos rubros: (1) su uso para generar información falsa y sesgar la opinión pública, así como ayudar a mejorar y potenciar discursos de odio, polarización y violencia; y (2) su potencial para desplazar a humanos que actualmente realizan funciones que la IA puede potencialmente desempeñar sin mayor problema.

Este segundo motivo de alerta se ha manifestado en rubros muy variados. Puede hallarse en línea evidencia del uso de IA para generar contratos, estados financieros, presentaciones de mercadotecnia, escribir código de programación para sitios web, para aplicaciones de teléfonos. Se le ha pedido a algunas IAs que dibujen como Van Gogh, que diseñen muebles, que expliquen cómo funciona el colisionador de hadrones como si se le hablara a un niño de cinco años. Se le han hecho fotográficos al Papa, se le ha pedido que cante éxitos de Michael Jackson en una voz muy parecida a la de Freddie Mercury. Se le pidió que escribiera una canción al estilo de Nick Cave y alguien tuvo el arrojo de mandársela al Nick Cave humano para ver qué le parecía. Tan popular se ha vuelto que algunos de estos ejemplos probablemente hayan sido producidos enteramente por humanos subiéndose al tren popular de viralidad que suscita el tema de las IA.

Una de las complejidades mayores de la IA, y la tecnología en general, es su velocidad. Los gobiernos se rascan la cabeza intentando regular su uso y fallan estrepitosamente. Habría que pedirle a la IA que hizo que un ciudadano de Michigan ganara un premio de artes visuales que dibujara a un caracol intentando alcanzar a un tigre siberiano. Lo que afirmo en este momento acerca de los límites de la IA puede estar cambiando en el justo momento en el que tú estás leyendo estas líneas todavía frescas de tinta virtual. Para no abandonarnos al desánimo, hablemos de lo que significa hoy una herramienta como Chat GPT. Como su nombre lo dice, es un transformador (T) generativo (G) pre-entrenado (P) (usted disculpe el desorden de letras en la traducción). Se trata de pedirle a una computadora que lea todo lo que hemos subido a internet y, a base de ensayo y error, aprenda cuáles son las respuestas que un humano esperaría con mayor probabilidad dada una serie de palabras o instrucciones. En términos menos técnicos, genera respuestas leyendo Wikipedia, noticias, memes, bases de datos, sitios basura.

Quienes miran a la inteligencia artificial como un medio para prescindir de mano de obra humana aciertan hoy en algunas materias del mercado. Dado su potencial, habrá que replantearnos qué tareas le podemos encargar a las infancias que van a la escuela y tengan acceso pleno a una computadora, qué cosas uno tendría que aprender y qué cosas admitiremos que serán hechas por una función informática, como cuando se discutió seguramente hace años el uso de la calculadora. Aunque

todavía genera algunos resultados que rayan en el absurdo y la hilaridad, se trata más de calibrar la máquina que de inventar la rueda para que pueda hacer labores hoy exclusivamente humanas con precisión.

Y, pese a todo, nos queda el arte. Como siempre. Aunque uno no coma semicorcheas y aunque gane más un futbolista que una bandoneonista poseída por Piazzolla. Se discute acaloradamente la posibilidad de que la IA haga música mejor que los humanos, pinte más bonito, escriba poesía más fundamental. Seguramente hay una robot en Boston que sueña con destronar a Anna Pavlova y hacerse la estrella del Ballet Imperial Ruso. Pero hoy, todavía no. Porque sería absurdo declarar una sola definición de lo que es bonito, de lo que suena bien, de lo artístico. Pero el arte que pasa la prueba del tiempo, aunque tiene principios estéticos muy variados en cualquiera de sus disciplinas, reinventa el mundo. No importa si es el mundo a medio descobijar del medioevo o el mundo harto pixeleado del posmodernismo en el que vivimos.

El arte, como bien dijo Nick Cave, toma la experiencia humana y logra hacer de una emoción colectiva un punto de luz de sorpresa y de una belleza nueva, usando los colores ya inventados. La inteligencia artificial es increíblemente buena leyendo, procesando información y siguiendo instrucciones, pero todavía le queda a la humanidad la tarea de hacer todo eso, conocer las reglas al milímetro y romperlas en una fisura dorada que le saque brillo al mundo harto conocido. Claro que ahora la competencia será más cruenta. Habrá decenas de miles de canciones y novelas y pinturas publicándose todos los días. Le costará más salir a flote al arte humano que da el paso en el que la inteligencia artificial se tropieza, pero en esa última partida todavía le damos la vuelta a la computadora.

Ejemplos hay varios, pero me centro en uno que le viene la mar de bien a esta discusión. Un caso de inteligencia artesanal que utiliza los mismos doce sonidos que hemos definido como normales en la música popular. Desde un punto en el mapa canadiense que a veces cuesta encontrar acaba de lanzar Alex Cuba un álbum al que tuvo el improperio provocador de ponerle de portada su huella dactilar. No es un dato nimio. En este tiempo en el que hay millones de computadoras siguiendo los caprichos de humanos que le piden hacer arte como si Picasso pintara perros salchicha en bicicleta, solo el arte que usa la paleta de colores de un modo distinto y esmerado todavía le planta cara a un mercado inundado de lo de siempre. ¿De qué se trate El Swing que yo Tengo, de la inteligencia artesanal de Alex Cuba? Son siete canciones que hablan de la experiencia humana bajo una premisa fundamental: cada humano tiene un swing, una huella dactilar. Una manera de caminar, de leer un poema, de sostener la cuchara y comer el cereal, de maldecir al autobús número cincuenta que acaba de pasar, de pronunciar palabras dulces. Una síncopa que hace único a cada humano del mundo. Lo que cada quien hace con esa cadencia del ejercicio de vivir es la belleza infinita de la aleatoriedad. De eso va el disco nuevo hecho por la inteligencia artesanal de Alex Cuba, y podría citar otros ejemplos del arte que todavía le juega las blancas con decencia y estilo de sobra a las computadoras. Probablemente en este preciso momento un montón de gente en Bombay y Silicon Valley estén descifrando el modo de enseñarle a la computadora a romper las reglas con la elegancia de los humanos, pero hoy todavía podemos caminar tranquilos con un swing humano con el que todavía sueñan las máquinas más avanzadas.

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