Hoy una inquietud en aumento es si México tiene la capacidad y los mecanismos para atajar el poder casi omnímodo del presidente de la República. No es una inquietud nueva, ni derivada del triunfo y comportamiento de la 4T. Viene desde hace décadas (1970) y en buena medida la falta de una respuesta de Estado a esta cuestión central produjo el gradual debilitamiento y la eventual derrota del PRI. El detonador fue la presidencia de Luis Echeverría, que terminó en catástrofe en 1976, seguida por la de José López Portillo, que también culminó con un colapso del país en 1982. Desde entonces, el PRI nunca se recuperó plenamente.  

Ahora que se anticipa en México el inicio de una revocación de mandato en abril próximo, ideada y promovida por Morena y AMLO, vienen a la mente diversas imágenes de las dificultades que México ha enfrentado debido al poder sin límite de la Presidencia de la República.

Como presidente, Echeverría fue responsable del conflicto político-estudiantil de 1968, que desembocó en Tlatelolco, con el comportamiento autocrático y autoritario caracterizado por las golpizas del 10 de junio de 1971, y la desaparición de Excelsior; el  conflicto con el empresariado; una política exterior neurótica y fracasada; la atonía seguida de la devaluación de 1976, tras 22 años de un peso estable; y la inevitable intervención del Fondo Monetario Internacional en México, entre otras.  

El carácter taciturno y represor de Luis Echeverría era muy evidente. En ese sentido recuerdo que, en una conversación nocturna con Jesús Reyes Heroles (JRH), me repetía cómo, en medio de la crisis de septiembre-octubre de 1968 para atemperar su ánimo belicoso, él le había reiterado al entonces secretario de Gobernación: “¡Luis, mete la cabeza en una cubeta con hielo y serénate!”, lo cual desgraciadamente resultó insuficiente e ineficaz.

El Estado mexicano había caído víctima de su propia complacencia con el poder incontrolado del Presidente, ya que ni el Congreso, ni el Poder Judicial, ni los medios de comunicación, ni la opinión pública internacional, ni las marchas y manifestaciones en la calle, habían logrado contener la política del secretario de Gobernación, que después desembocó en una gran derrota política para el presidente Díaz Ordaz. El poder sin límite del gobierno continuó durante todo el sexenio de López Portillo, a pesar de su amnistía y de su reforma política.

La cuestión es que ahora, con la aceptación de una posible revocación de mandato para López Obrador, paradójicamente el poder presidencial alcanza otro umbral, cuya salida nadie puede dilucidar. Es de lamentar que la alternancia política en la presidencia a partir de 2000 no haya acotado el poder presidencial, sino al contrario.  

 La ineficacia del gobierno federal también se asemeja a la situación de principios de los 70. En otra conversación nocturna, JRH me relató cómo, con gran frecuencia, asistentes a reuniones nivel gabinete con el presidente Echeverría, dada su duración, interrupciones y distracciones, con frecuencia a la salida afirmaban “ahora sí, vámonos a las oficinas a recuperar el tiempo perdido”. Algo parecido sucede ahora.

Acerca de las vacilaciones de Echeverría, y luego de López Portillo, con mayor frecuencia JRH expresaba “cada vez dedico más tiempo de mi trabajo a tratar de entender y anticipar el estado mental de mi jefe [el presidente de la República]”.

El principal recurso que tiene una sociedad para protegerse de decisiones de un gobierno sin límites es defenderse por todos los medios y tomar la calle. En 1982 en Argentina mujeres recurrieron al golpeteo de cacerolas. Mucho siguió a ese acto inicial de resistencia.  

En las últimas semanas la comunidad del CIDE ha echado mano de cacerolas, bongoes y tambores, que han hecho que se les escuche, porque quizá no les queda de otra.

Presidente de GEA Grupo de Economistas y Asociados / StructurA

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