La imagen del mundo que nos presentan visualmente los medios de comunicación es catastrófica. Día tras día, contemplamos un planeta amenazado por todos lados, desde la destrucción de la biosfera y el cambio climático, hasta el odio y la violencia mortífera que afecta a los humanos destructores de todo lo que los rodea: genocidio contra la minoría musulmana de Myanmar, terrible guerra fratricida en la gran Etiopía y guerra sin fin en Yemen, la antigua “Arabia feliz”, enfrentamientos religiosos en Nigeria y otros países, persecución de los uigures en China, luchas de clanes en Somalia y cárteles en México, criminalidad y feminicidios en países de América Latina y África, guerra de terror llevada a cabo por los grupos yihadistas desde los países del Sahel hacia el golfo de Guinea.

A un nivel geopolítico mayor está la tensión permanente alrededor de la carrera hacia el arma nuclear llevada a cabo por Irán, las actividades militares de China en el Pacífico, los grandes riesgos alrededor de Ucrania: la ofensiva rusa que empezó en 2014 puede transformar la guerra cotidiana de baja tensión en guerra de verdad, con intervención demasiado tardía pero económicamente devastadora para Rusia; una Rusia militarmente implicada en Libia, Siria, Armenia, exactamente como Turquía, cada vez en el bando adverso. La lista de conflictos en curso y por venir sería demasiado larga: Armenia y Azerbaiyán, Bosnia Herzegovina, Kurdistán, Cachemira, Filipinas, Palestina…

En Afganistán, la victoria de los talibanes tiene por resultado inmediato una terrible crisis humanitaria para sus 38 millones de habitantes. 22 millones pasan hambre y 9 millones pueden ser víctimas de una hambruna letal, que se llevaría un millón de niños, en tal caso muertos por malnutrición. Con la llegada del rudo invierno afgano, urge la ayuda humanitaria, pero hace falta el consenso internacional que permita aliviar las necesidades del país.

La última mala noticia del año 2021, además de la variante ominosa Ómicron, es la confirmación del recalentamiento acelerado del Ártico: dos veces más rápido de lo previsto, de modo que en verano pasado el clásico “polo del frío”, Verkoyansk, en Siberia oriental, alcanzó la temperatura récord de 38 grados.

Enfrente de tal panorama, una buena noticia: el fenómeno es mundial y acelerado, el número de niños por mujer pasó de 5 en los años 1960 a 2.4 en 2018, una baja que tiene implicaciones positivas para el clima, la educación, el uso de la tierra y las economías. Bien pueden los dirigentes chinos, europeos, rusos y japoneses preocuparse seriamente de la bajísima tasa de natalidad de sus poblaciones respectivas, que los obligará a aceptar al flujo creciente de inmigrantes, globalmente es una buena noticia. Hasta en los Estados Unidos, la tasa cayó en 2020 a 1.64 niño por mujer, algo sin precedente desde la creación de la estadística en 1930. En 2020, en China, nacieron 12 millones de niños, 33% menos que en 2016. En España y Japón, se habla de “invierno demográfico”, porque son más los decesos que los nacimientos.

Los pesimistas dicen que eso aumentará las desigualdades y frenará el crecimiento; los optimistas dicen que las estadísticas son positivas para Gaia, nuestra Tierra, porque disminuirá la presión sobre los recursos naturales. En la segunda mitad del siglo, posiblemente antes, el decrecimiento de la población mundial será un hecho sostenido. ¿Quién se atreve a profetizar las consecuencias de algo que ocurre por primera vez en la historia de la humanidad? El desfase en los ritmos anuncia serios retos muy interesantes: los países que ya están en tal situación, que no tienen niños, tendrían una mayoría demográfica de ancianos, de modo que no les quedaría más remedio que abrir sus puertas a la inmigración tan combatida hoy en día. África, siendo el último continente productor de niños, vendría al rescate. Se puede soñar con la emergencia de la “raza cósmica”, la formación de la gran familia humana.

Historiador