He sido demasiado pesimista en mis dos pronósticos para el año 2020. No debería uno caer en la tentación de elucubrar a corto plazo; un año no es nada. Es cierto que, en el inmediato, hay motivos de pesimismo: regresan los campos de concentración, no de exterminio, sino bajo la forma de centros de internamiento de inmigrantes en Estados Unidos, en Europa, en México; el programa ultranacionalista de quién dirige “la más grande democracia del mundo”, la India, es de miedo; Moisés Naïm se pregunta “¿Será Venezuela la Libia del Caribe?”; Amos Oz, en su breve y percutante “Contra el fanatismo”, escribe: “Por un lado, los regímenes totalitarios, las ideologías mortíferas, el chovinismo agresivo, las formas violentas de fundamentalismo religiosas. Por otro, la idolatría universal de Madonna y Maradonna. Tal vez el peor aspecto de la globalización sea la infantilización del género humano. El jardín de infancia global, lleno de juguetes y cachivaches, de caramelos y piruletas”.

Pero, desperté de mi visión sombría con la pregunta de Douglas Coupland: “¿Por qué todo el mundo les pega tan recio a los optimistas? Es parte de un nuevo fenómeno: la única esperanza es ninguna esperanza”. (Financial Times, 11/12 de enero 2020, “Noptimism”). La semana pasada yo me encontraba en esa línea catastrófica a propósito del clima, y ahora quiero compartirles la experiencia señalada por Coupland: él (y yo también) ha visto a lo largo de su vida desaparecer, por lo menos reducirse de manera considerable, dos amenazas que parecían no tener otro fin que el desastre, a saber, las lluvias ácidas de los años 80 y el agujero en la capa de ozono. Por lo mismo, afirma que podemos enfrentar y que enfrentaremos con éxito el calentamiento global. ¡Ojo! No es un negacionista al estilo Trump, conoce los hechos, pero no se deja caer en la desesperación.

Muchos problemas nos esperan, a corto, mediano y largo plazo que van desde la crisis de la democracia hasta la crisis ambiental, asuntos que obedecen a un ritmo electoral acelerado, o a un ritmo de cincuenta, cien o más años. Hay un optimista empedernido que se llama Steven Pinker y, como todos los abogados que defienden una causa, peca por exceso. Sin embargo, vale la pena escucharlo, para descansar un poco. Su tesis es sencilla y correcta, el progreso es un hecho histórico; hoy, incluso los más pobres viven mejor, hace muchos años la mortalidad infantil q ue se llevaba la mitad, sino es que más, de los niños antes de llegar a los diez años, ha bajado mundialmente y de manera considerable. El progreso se ha dado en todos los sectores, pero eso pasa desapercibido para las nuevas generaciones. Mis abuelos, de la generación 1880-1890, mis padres, de la generación 1910-1920, sí se daban cuenta, y los veteranos de la Revolución Mexicana, que entrevisté entre 1965 y 1975, se daban muy bien cuenta.

El progreso no es noticia para los diarios televisivos e impresos, menos para las redes sociales; noticia, la posible y terrorífica pandemia que vendría de China , los temblores, tsunamis, erupciones volcánicas, masacres y accidentes. Reza el dicho que los pueblos felices no tienen historia. El progreso es un hecho positivo, por eso no sale en los noticieros. Desde 1917, México no ha padecido hambruna, la última epidemia grave de viruela ocurrió en los años 20, durante la Cristiada, por la reconcentración forzada de decenas de miles de personas sin ninguna atención sanitaria. La esperanza de vida de la mexicana y del mexicano (la mujer siempre le gana al hombre, en todos los países) se ha duplicado en menos de un siglo.

Nicholas Kristof,

periodista combativo del New York Times, publicó el 29 de diciembre 2019: “Este fue el mejor año (de nuevo)”. Su argumento es sencillo: si te encuentras deprimido por el estado del mundo, si bien es cierto lo que te preocupa, es también cierto que desde que el hombre moderno surgió hace 200 mil años, 2019 ha sido el mejor año: la pobreza extrema y el analfabetismo retroceden, y crece el acceso al agua y la electricidad.

Historiador

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