No, no tiene nada que ver con nuestro pueblo de Mezquitic que ha conservado su hermosura antigua y no está amenazado por algún vandalismo. Se trata de la inexorable transformación de Santa Sofía, la antigua basílica cristiana Haghia Sophia, levantada en tiempos del glorioso basileus Justiniano, hace 15 siglos, en mezquita. El sultán conquistador, Mehmed II, la hizo mezquita el mero día de la caída de Constantinopla y entró a rezar. Mayo de 1453. Día de luto, cada año, hasta la fecha en todas las Iglesias orientales. En 1934, el Calles turco, Mustafá Kemal Atatürk, “el Padre de los turcos”, general revolucionario y jacobino que había declarado la guerra a la religión, decidió que Ayasofya (Haghia Sophia en turco) sería un museo, un regalo de Turquía a la humanidad. Lo que ahora llamamos “patrimonio de la humanidad”. Mandó quitar el yeso que disimulaba los frescos religiosos insoportables al islam que, como el judaísmo, es enemigo de las imágenes.

El 2 de julio, el Consejo de Estado turco empezó a examinar el recurso presentado por un grupo de creyentes musulmanes para cancelar la medida de 1934. No tardó en entregar su decisión positiva el 10 de julio. Santa Sofía ya es mezquita. Hace años que el hombre fuerte de Turquía, Recep Tayyip Erdogan trabaja a desmantelar la obra de Atatürk; hace años que ha manifestado su deseo de devolver Ayasofya al islam, después de hacerlo con varias iglesias, también llamadas Santa Sofía, también mezquitas, luego museos, y ahora de nuevo mezquitas.

En un mundo mejor que el presente, podría imaginar a la reina de España, la reina Sofía, griega de nacimiento, escribiendo al presidente Erdogan: Estimado Primo –de haber restablecido para sí mismo el título de sultán, Erdogan recibiría la salutación como Estimado y querido Hermano—

Con todo respeto, en nombre de los lazos que nos unen en nuestra creencia en el Dios único, me permito recordarte la profunda veneración que tengo para Haghia Sophia y sé que la compartes conmigo para Ayasofya…

Y, en un estilo que no me atrevo, en mi ignorancia, a imitar, le suplicaría dejar las cosas en el estado actual.

En un mundo mejor, podría soñar con un intercambio generoso que implicaría un abrazo virtual entre el Presidente turco, el Patriarca ecuménico de Constantinopla y el Papa. Entre los tres decidirían devolver Haghia Sophia a la Iglesia ortodoxa y una de las catedrales españoles o balcánicas, antiguamente mezquitas, al islam. Sueño guajiro. Ni modo.

En la situación actual, la realización del viejo deseo de Erdogan le va como anillo al dedo. En el marco de la doble crisis sanitaria y económica que golpea a Turquía, en un momento de elecciones municipales, le conviene despertar las emociones de su electorado, “el pueblo bueno”. A la hora de las tensiones con Francia y Grecia, a la hora de sus intervenciones militares en Siria y Líbano, es una manifestación triunfal de su neo-otomanismo, recuperación de la grandeza imperial otomana y musulmana. Ayasofya mezquita marca con una piedra blanca la construcción de la nueva identidad islámica de Turquía, y sella la tumba de Atatürk. Nos guste o no lo dicho por Samuel Huntington, es un capítulo del “choque de las civilizaciones”. Lo advirtió el patriarca Bartolomeo: eso profundizaría la fractura ya existente entre musulmanes y cristianos. Erdogan quiere borrar todo el pasado anterior a 1453, al triunfo turco, no solamente el pasado cristiano, sino el greco-romano. Los arqueólogos turcos lamentan que, año tras año, desaparecen los vestigios de aquel pasado. Reescribir la historia ha sido, desde siempre, parte del arsenal ideológico de los despotismos.

Rafael Lemkin, el autor del concepto de genocidio, distinguía sus dos vertientes: la eliminación física del grupo condenado; la destrucción de su patrimonio cultural, algo que calificaba como “vandalismo”. La Turquía otomana practicó la primera vertiente contra los armenios, griegos y asirios cristianos; el presidente Erdogan practica el vandalismo a fines ideológicas.



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