No se sabía cómo llegaban, pero aparecían profusamente en las escaleras de los edificios, en los umbrales de las casas, en oficinas, en hoteles. Se trataba de una pequeña revista con lomo, de libros inverosímiles de medicina doméstica, historias ejemplares al uso, filosofía de peluquería, de sobres que contenían la “llave al éxito”: una llave de mentiritas que “abría la entrada” a un sorteo improbable; me refiero, por supuesto, a Selecciones Reader’s Digest.

Como una certeza de la memoria en tiempos de incertidumbre, casi escondida en uno de los anaqueles de dulces y revistas para cautivar a los impacientes ante la caja registradora de uno de esos supermercados cada vez menos incitantes que impuso una modernidad por fuerza anacrónica, encontré una de esas revistas que anunciaba en una de sus portadas características: Reader’s Digest. 100 años de consejos, historias y risas.

Aunque, según refiere Charles Ferguson en esa revista, los últimos ejemplares del primer número de Reader’s Digest se prepararon en enero para su envío en una oficina instalada en el sótano del número 1 de Minetta Lane, bajo un bar clandestino, algunos de cuyos asiduos se contrataron para colaborar en la labor, en Greenwich Village, en Nueva York, en la portada está inscrita como fecha “febrero de 1922”; el mismo mes en el que Sylvia Beach se arriesgó a editar Ulysses, de James Joyce, en París, en Shakespeare & Company, meses antes de que The Waste Land, de T. S. Eliot, se imprimiera en Londres en el primer número de la revista The Criterion, meses después de que Ludwig Wittgenstein publicara Tractatus Logico-Philosophicus.

Ese primer número, según Ferguson, “mide 13.9 por 19.05 centímetros. Consta de 64 páginas, incluídas la portada y la contraportada, y tiene el grosor de un dedo meñique”. Su contenido consistía “sólo en artículos informativos y útiles, sin ficción, imágenes, color ni anuncios”. Su artículo principal se detenía en Alexander Graham Bell y su creencia de que la “autoeducación” es un asunto para toda la vida.

DeWitt Wallace es el nombre de aquel que ideó la revista que produjo con su consorte Lila Acheson Wallace. También le decían Wally y era un lector compulsivo de periódicos y revistas que, según le explicó a su padre, un catedrático en Saint Paul, Minnesota, anotaba en tiras de papel de 7.6 por 12.7 centímetros los datos que deseaba conservar o recordar de los artículos que leía. Esa costumbre pudo ser el origen de su revista en una época que, sostiene Ferguson, “vio surgir la información, cuando el cambio mismo se convirtió en la primicia de impacto del siglo XX. Los medios abrumaban a los lectores con los detalles y especulaciones más recientes. Su énfasis estaba en la rapidez. Sin embargo, muchos lectores se vieron tan arrastrados por la marea de información que no podían distinguir entre lo que carecía de sentido y los hechos que encajaban en un patrón más amplio”.

Mr. Wallace se murió el 30 de marzo de 1981 a los 91 años, pero la información no ha dejado de proliferar y persiste el estilo inconfundible que concibió recreando textos periodísticos de una manera directa, simple y llana que, en idiomas diversos, ha creado lectores semejantes interesados en, verbigracia, “Datos curiosos de los besos”, ajenos a los hallazgos que no dejan de deparar Joyce, Eliot, Wittgenstein.

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