Eliseo Diego, que el 2 de julio hubiera cumplido 100 años, murió en su cama leyendo. Su hijo Eliseo Alberto refiere en La novela de mi padre que su “papá falleció en su dormitorio, mientras leía Orlando entre los ahogos de una deficiencia pulmonar. El libro quedó abierto sobre su pecho, en un capítulo cualquiera”...

Como lo escribió Adriana Malvido en este querido periódico, Eliseo Diego confesaba que su relación con la literatura había comenzado a los seis años a través de los cuentos tradicionales franceses en el pueblo de Roayat, en la Auvernia francesa, donde vivió Vercingtorix, heroe de la Galia en la guerra contra los romanos. “Recuerdo”, le dijo a Juan Pin Villar en diciembre de 1993, un par de meses antes de morir, “como si lo estuviera viendo ahora, un cuarto grande, una cama de dosel y en la penumbra la voz de Olga, una muchacha francesa muy linda —creo que fue mi primer amor— contándome los cuentos de Charles Perrault, El gato con botas —una de las obsesiones de toda mi vida—, Barba Azul, La Cenicienta... este hecho también fue mi primer contacto con la poesía; la poesía por los cuentos, la poesía por la compañía de esta muchacha y su voz que me contaba los cuentos que se sabía de memoria. Cuentos de la poesía de la enorme sabiduría popular”.

Aprendió a leer a los ocho años y un equívoco que consiste en “creer que todo el que escribe es por definición una criatura razonable o, mejor, un hombre de letras” lo condujo la tarde del jueves 28 de agosto de 1958 a ensayar una conferencia en el Lyceum de La Habana en la que leyó su “primer texto, mío a fuerza de leerlo y quererlo”, pero que había escrito don Juan Manuel “con su gruesa mano más hecha a las armas y a los huesos del ganso que a sus plumas”.

En 1946 se imprimió su primer libro: Divertimentos. “Lezama Lima dirigía la revista Orígenes”, les refirió a Francisco Hernández y a Marco Antonio Campos en 1987, “y el libro apareció con el membrete de Orígenes. Era esto un poco ilusorio porque en la Cuba de aquellos años no existían tales editoriales. Nosotros costeábamos la revista y los libros”.

No sólo como un signo de admiración, sino también como un rastro literario, en ese pequeño volumen inscribió como epígrafe un fragmento de El Libro de Patronio. Cuando la Editorial Arte y Cultura lo reeditó en 1975, en La Habana, Eliseo Diego escribió un prólogo en el que, entre otras cosas, manifestaba que “no ha de sobrar, creo yo, que declare de dónde proceden (sus textos) y a quién tienen deuda de vida. Lo diré escuétamente como pueda: proceden de uno de los libros que más gusto me han dado y que más amo: El Libro de los Ejemplos del conde Lucanor y de Patronio”.

Ese lector inagotable, que hallaba en la lectura una forma de la felicidad, que podía derivar de los libros que lo fascinaban invenciones escritas, al no encontrar el que quería leer, decidió escribirlo, como lo reveló en el prólogo de Por los extraños pueblos, que, sin embargo, durante mucho tiempo sólo tuvo pocos lectores elegidos, pues, según Eliseo Alberto, sus mil ejemplares “estuvieron veinte años en la biblioteca de mi casa, en el estante superior del librero, cerca del techo y todavía envueltos en papel de estraza”. Elucida que “la edición había estado lista desde principios de 1958, pero mi padre decidió guardarla completa porque corrían tiempos de rebelión nacional y en días así, de balazos y torturas, la vanidad puede entenderse por banalidad. Los ejemplares que circularon fueron los que papá regaló, pues nunca estuvieron a la venta en librerías”.

Naturalmente, ese lector inagotable también tradujo a escritores que admiraba, como Andrew Marvell, Robert Browning, Rudyard Kipling, Walter de la Mare, Yeats, Chesterton. Rafael Rojas ha advertido que no se trata de traducciones, sino de “poemas apropiados”, que recuerdan a sus poemas.

El inglés era un idioma familiar para Eliseo Diego. Lo aprendió de niño y su madre, Berta Fernández Cuervo, fue inspectora General de Inglés en el Ministerio de Educación de Cuba y concibió un método de enseñanza de ese idioma. Eliseo Diego no hablaba ruso, pero durante una estancia de varios meses en la Unión Soviética persiguió hasta el hartazgo a sus intérpretes en busca de la palabra precisa hasta lograr versiones admirables de poemas de Anna Ajmátova, Osip Mandelshtam, Alexandr Blok, Yanka Kupala que, aseguraba no sin orgullo, los rusos reconocieron en una lectura pública —aunque recuerdan a la poesía de Eliseo Diego.

Eliseo Diego fue un lector fiel que cultivaba sus admiraciones. Sin embargo, terminó escribiendo libros que quería leer y no hallaba, libros personales, en los que no emula a los escritores que veneraba, sino que con rigor creó una forma de decir, de escribir, sin afectaciones, que oculta complejidades escriturarias con la apariencia de “versos sencillos” que cifran el devenir elementalmente cotidiano de la creación.

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