En el primer episodio de La Lotería, el film de Juan Fernando Pérez Gavilán, un billetero de mal agüero interpretado por José Carlos Ruíz entra a una cantina en busca de Carlos Monden, al que le ha vendido el billete ganador del premio mayor del sorteo del día anterior. No lo encuentra jugando dominó con los jugadores consuetudinarios en cuya mesa le vendió el entero, por lo que le pregunta a un hombre de lentes que está detrás de la barra, acaso el cantinero a pesar de su prestancia, que le dice escuetamente que el hombre al que busca no ha regresado a esa cantina.

Ese cantinero posible era en realidad el dueño de la cantina en la que se rodó esa secuencia, El Gallo de Oro, fundada en 1874 en el Distrito Federal por don Fernando Huerta, que en 1900 se la vendió a don Emeterio Celorio. El hombre de la barra no disimulaba que era asturiano y se llamaba don Enrique Valle. Murió el martes 20 de agosto a los 88 años de edad.

Aunque ordenaba a comandantas, cantineros, meseros con rigor y no podía evitar la ira cuando perdía el Real Madrid o la selección de futbol de España, se trataba de un hombre afable y generoso, de sonrisa franca y fácil, en cuya mesa se han reunido diversos hacedores consuetudinarios de ese barrio central, como don Joaquín Vadillo, que también aparece en el film de Pérez Gavilán y que ha propiciado algo del devenir del futbol, el box, la Lotería en México; don Manolo Ojeda, pariente de don Enrique Valle, que sabe de hotelería, de historia, de literatura, de futbol, de minucias, de conversación, del placer diario de vivir; Juan de Dios Grajales, yucateco al que algunos consideran el coronista del barrio; don Manuel Carmona, que platica con naturalidad fascinante como sólo pueden hacerlo los viejos mexicanos; Juan Manuel Herrera, que fue director de la Biblioteca Lerdo de Tejada; José Antonio Uranga, dueño de Papeles Ibañeta, que practicaba un ingenio lúdico y verbal asombroso y nos dejó ausentes hace dos años; don Santiago, politécnico, quizá el más antiguo de los habitantes de la trastornada tecnológicamente calle de Uruguay; Eduardo Turrent, uno de los historiadores del Banco de México...

Don Enrique Valle aprendió el arduo arte de la hospitalidad del tabernero con su padre, que le había comprado la cantina en 1922 a don Emeterio Celorio. No sin cierta vanidad, repetía que sabía “limpiar excusados”. Había sido dueño del Bar Mancera y de La India, que para Salvador Elizondo importaba una justificación para ir al centro, donde se disolvió la Célula Stéphane Mallarmé, de donde, se dice, Julio Antonio Mella salió a encontrarse con la muerte cuando caminaba por la calle de Abraham González, cerca de la Secretaría de Gobernación, con Vitorio Vidali y Tina Modotti. Vendió esas dos cantinas para comprarle a su padre El Gallo de Oro.

No pocas historias literarias se imaginan en cantinas, en tabernas, en posadas; El Quijote también ocurre sucesivamente en mesones y posadas, se dice que el nombre de Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, procede del de una pulquería, Filiberto García; el personaje de El complot mongol de Rafael Bernal, recurre a La Ópera, antes de que se convirtiera en una atracción turística, para recuperarse de los malestares de la borrachera con la ayuda del tequila, la cerveza y los tacos de nana; no poco de las mitologías de Joseph Roth sucede en tabernas y cafés; en el principio de La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson, se halla Admiral Benbow Inn.

En las cantinas, en las tabernas, en las posadas también pueden suscitarse historias literarias. Renato Leduc, Alí Chumacero, José Revueltas, eran animales de cantina. En El Gallo de Oro solía aparecerse Pedro Garfias, “una vida nómada, impráctica”, escribió Arturo Souto, “desastrada en casi todo lo que la sociedad juzga importante —incluidas las astucias de la literaria: nombre, élite, editores—, se refleja en desgaire, en el descuido, en el abandono con que trató sus escritos”. Don Enrique, su hijo Enrique, Manolo Ojeda, me han contado que solía buscar refugio en la barra, en el tequila y el ron, cuando la cantina era mucho más pequeña. El padre de don Enrique Valle no le cobraba su medicina.

Entonces quizá sucedía lo que José de la Colina ha recreado en un texto: “Y Pedro llegaba, se agarraba del mostrador para no ser llevado por su eterna resaca particular, esperaba el trago que le reajustara las vísceras, sentía crecer otra vez la llamita azul y magnífica y dolorosa allá dentro. Y pagaba con los versos previsibles, bonitos y fáciles para chulapos y gachupos. Pero la llamita crecía, iba mordiendo el alma, remordiéndola, y Pedro se enfoscaba de pronto en un silencio de toro estrábico, quizá sorbía horrisonamente la eterna y empujona mocosidad que le venía a la nariz, los ojos parecía que se le disparaban aún más cada uno por diverso mundo, la mano se levantaba como una blanda garra, rasguñaba el aire, y de pronto le empezaban a brotar los octosílabos naturales y hermosos, verdaderísimos”.

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