Hay personas que pueden considerarse personajes literarios porque se adivina que hubieran podido escribir textos peculiares, de los que ha quedado acaso un retrato, alusiones, dedicatorias, evocaciones y frases de su conversación que permiten inferir que hubieran podido convertir su creación en papel y tinta, y que no lo creyeron imperioso. Su influjo en escritores, pintores, músicos, escultores, arquitectos no termina de revelarse. Adquieren, a veces, algo de legendario: María Luisa Elío es mucho más que un ejemplo.

Se trataba de una mujer muy bella, que poseía un refinamiento natural y modales educados y hospitalarios que no impedían y acaso conformaban algo que no dudo en llamar “genialidad”. Se cifraba en su mirada que procedía de unos ojos de un verde peculiar y en su sentido del humor. Su conversación, algunas de sus frases azarosas podían importar un oráculo.

Un retrato pintado al óleo por Juan Soriano sugiere algo de ello y no por azar Salvador Elizondo y Eliseo Diego, entre otros, le dedicaron ciertos escritos. “María Luisa Elío”, rememora Gabriel García Márquez en “La novela detrás de la novela”, “con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escucharon mis relatos improvisados como señales cifrados de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro”; se refiere, obviamente, a Cien años de Soledad.

María Luisa Elío fue actriz en el segundo programa de Poesía en Voz Alta: interpretó al Mensajero en La hija de Rapaccini, de Octavio Paz, con argumento de Nathaniel Hawthorne, dirigida por Héctor Mendoza. Hacia 1961, adaptó con su marido, Jomi García Ascot, y con Emilio García Riera, algunos textos suyos, muchos autobiográficos, para que se transformaran en un film: En el balcón vacío, dirigida por Jomi García Ascot, en el que actuó de su alter ego. En esos textos, que se convirtieron en Cuaderno de apuntes, editado en 1995 por Ediciones del Equilibrista, en ese film se revela su obsesión: el exilio de su tierra nativa, Navarra, por una guerra civil, que importó asimismo el exilio de su infancia.

Cuando pudo volver, tuvo la certeza, al ver el letrero en la estación de tren que decía PAMPLONA, “que la gente estaba muerta. Sabía que yo ya no vivía ahí, sabía de papá y mamá y sabía que no pasearía con mis hermanas. Hasta creo que sabía de mí, María Luisa, muerta también. Estaba muerta, porque yo era un yo sin nada. Me habían quitado el pasado. Ahora me quitaban el recuerdo del pasado, del que yo hacía el presente, y sin tener ninguno de los dos me era imposible pensar en el futuro. ¿Cómo puede hablar un futuro sin pasado ni presente? No había nada. Había que comenzar una historia sin historia; con una presencia, que era mi hijo, y con una ausencia total, que era yo”.

Ese recuerdo fue el origen del libro Tiempo de llorar, editado bellamente en México por su hijo en Ediciones de El Equilibrista en 1988 y que, como un retorno, fue reeditado en noviembre por la Editorial Renacimiento en España, aunque María Luisa Elío sabía que “regresar es irse”.

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