Recientemente hemos visto una pléyade de noticias sobre el aumento alarmante de muy diversas manifestaciones de violencia contra las mujeres de todas las edades, desde niñas, hasta adultas mayores.

Lo mismo violencia psicológica que patrimonial, económica, sexual o física —desde tentativa de lesiones, hasta feminicidios consumados—, y con cualquier medio, estrato o finalidad: violencia mediática, cibernética, política, con medios corrosivos o inflamables.

Alrededor de este panorama dantesco y desolador se han aglutinado muchos esfuerzos de la sociedad civil, organismos autónomos, órganos legislativos y de la propia administración pública. Y esto, en todos los niveles posibles, desde el municipal, hasta el ámbito internacional.

Sin embargo, los esfuerzos no pueden llevarnos a buen puerto si no se hacen de manera ordenada y eficiente, de forma que tome en cuenta nuestra realidad como sociedad, pero, sobre todo, nuestras formas de organización política y nuestro sistema jurídico.

Así, al estar constituidos dentro de un régimen federalista, cada entidad federativa, lo mismo que la federación, están en posibilidades de regular, cada cual, a su manera, con sus propios parámetros y su visión Político Criminológica, esas lacerantes conductas dirigidas contra las mujeres.

Habrá quien las regule solo desde la perspectiva administrativa, en leyes de acceso a las mujeres a una vida libre de violencia, o en sede penal, creando tipos penales, pero, incluso regulándolos de manera similar, habrá, como ya lo hay, una disparidad enorme en cuanto a las sanciones que deberán aplicarse.

Regular conductas como las que normó la denominada «Ley Olimpia» puede resultar loable por parte de la federación, pero insuficiente, pues su aplicación, reservada tan solo para casos federales, resultará muy improbable, reduciéndose a casos excepcionales y muy esporádicos, en tanto que permitir que lo regulen las entidades federativas produce otros defectos, como adoptar figuras jurídicas equivalentes con nombres diversos, dentro de apartados con denominaciones muy variadas, y con sanciones variopintas.

Basten como ejemplos los códigos federal, de Durango, Jalisco, y Nuevo León, con nombres como violación a la intimidad sexual o contra la intimidad personal, como expresiones de «delitos contra la libertad y la seguridad sexuales y el normal desarrollo psicosexual», «la libertad sexual», solo «sexuales», o «contra la indemnidad de privacidad de la información sexual»; y con prisión que va de tres a seis años, de cuatro a ocho, o de uno a ocho.

No desconozco los esfuerzos para tratar de generar marcos normativos homogéneos, como el caso del Instituto Nacional de las Mujeres y la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres mediante el documento denominado «Modelo de tipo penal de feminicidio», en el que se propone la redacción de un tipo penal que debería adoptarse por cada Congreso de México.

Incluso a nivel internacional, la propuesta que el Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará, la Organización de Estados Americanos y la Comisión Interamericana de Mujeres han generado para definir y estandarizar la figura del feminicidio, a través de la «Declaración sobre Femicidio».

Sin embargo, no son documentos vinculantes y, por ello, son como «llamadas a misa», a las que los Congresos pueden ignorar o acudir, incluso «a su modo» y, adoptarlas parcialmente, cambiando las sanciones, la redacción, o la naturaleza misma de los tipos penales.

Aun cuando todos los órganos legislativos convinieran su estandarización, bastaría con que, al paso del tiempo alguno de ellos decidiera cambiar una sola coma para romper la homologación nacional.

Una situación similar ya la tuvimos en materia de secuestro, con panoramas idénticos, hasta que el Órgano Reformador de la Constitución dotó de facultades exclusivas al Congreso de la Unión para legislar en lo referente al secuestro, a través de una ley general que, por mandato constitucional, debería establecer, como mínimo, los tipos penales y sus sanciones, así como un sistema de distribución de competencias y las formas de coordinación entre la federación, las entidades federativas y los municipios.

La conveniencia de este modelo normativo fue tal que, con el paso del tiempo se estableció un modelo idéntico que el del secuestro, ahora para las figuras delictivas de «desaparición forzada de personas, otras formas de privación de la libertad contrarias a la ley, trata de personas, tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, así como electoral».

Ante ese panorama, queda muy claro que el camino es ese, la creación de Leyes Generales que estandaricen todo lo concerniente a las figuras delictivas de que se trate.

Así que, mientras no contemos con condiciones para adoptar un Código Penal único, debemos continuar la creación de Leyes Generales ad hoc.

De modo que resulta imprescindible modificar la Constitución, a fin de dotar al Congreso Federal para crear la normatividad nacional que instrumentalice las violencias contra las mujeres como una materia concurrente con la misma tónica que para los delitos ya descritos.

Con esto, daríamos certeza jurídica a todas las personas involucradas, pero particularmente a las mujeres que sufren las violencias que habrán de regularse y responderíamos integralmente a un problema de dimensiones nacionales, de forma armónica e integral.

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